Educar es un coñazo. Con perdón. Mira que me gustan mis hijos y mira que mi mujer y yo disfrutamos de ellos, pero lo de estar todo el día con la vara de mando en la mano tiende a ser una tarea poco grata para ellos y para nosotros. Y eso que, gracias a Dios, ninguno de nuestros herederos ha dado un problema. Son tres hijos sanos, cariñosos, buenas personas y correctos estudiantes. Y a mí, por lo menos, me parecen guapísimos, pero eso creo que entra dentro de la pasión de padre.
A lo que voy es a que, sin ser hijos problemáticos, y siendo los tres del mismo padre y la misma madre, tienen una madera muy parecida, pero los tres son diferentes y van planteando retos y dilemas que te hacen tener que estar siempre con la oreja tiesa como los perros.
Es una pesadez, pero yo, como les digo frecuentemente a mis hijos, no pienso dimitir. Vaya; que en los entornos de la adolescencia un hijo está deseando que sus padres tiren la toalla y dejen de darles la brasa sobre horas de llegada, amistades de las que se rodean, lugares a los que van, tiempos que dedican a las maquinitas, recogidas de cuartos, finalización de deberes…
Y, en esos años difíciles en los que tus padres te parecen una mezcla de Pantuflo Zapatilla y Adolf Hitler, una fantasía adolescente es que los progenitores suelten correa y se conviertan en coleguis de los hijos. ¿Qué pasa tron? Y ya saben mis hijos que eso, con nosotros, se siente, no les va a pasar. Aunque nos equivoquemos.
Porque el tópico ese de que los niños no vienen con manual de instrucciones es cierto. Pero lo malo no es que no lo traigan; es que, frecuentemente el libro de instrucciones que has ido escribiendo con la educación del primero, te lo puedes introducir por el recto con la del segundo y con la del tercero. Y no sé si con el cuarto porque mi mujer y yo echamos el freno al llegar a familia numerosa.
Pero hay que aceptar que nos tenemos que equivocar. Y los errores que cometes en los primeros años son diferentes a los de los últimos, pero sigues teniendo la sensación de que educar es tirarse por una pendiente resbaladiza en la que uno lleva en brazos al hijo y tiene que mantenerse en pie como sea. Claro que hay accidentes y, cuando te caes, haces todo lo posible porque el hijo que llevas en brazos no sufra un rasguño, pero te levantas, coges otra vez al churumbel y te metes de nuevo en la pendiente.
Y como sucede en las atracciones de feria, cuando uno está bajando y subiendo a veces lo pasa mal, pero te acaba gustando y, en estos primeros 20 años de los hijos, uno deja de ser cualquier otra cosa y pasa a ser, principalmente, un Padre. Y por eso, a pesar de los disgustos que nos puedan dar, a pesar de las mil atenciones que requieren, uno, cuando pasa por la experiencia de la paternidad, sabe que si hay algo por lo que mataría y por lo que se dejaría matar, son sus hijos.
Yo llevo revuelto unos meses con la noticia del cáncer del hijo de unos muy buenos amigos. Parece que está evolucionando muy bien y que los pronósticos de los médicos apuntan a una curación completa, pero, inicialmente, en esos primeros momentos del mazazo, nadie se atrevía a dar a los padres un mensaje alentador. Y en aquellos días de la peor incertidumbre, mi mujer y yo sentimos como nuestro aquel dolor de nuestros amigos porque pensábamos en que le pasase eso a uno de nuestros hijos y no éramos capaces de imaginar el desconsuelo.
Hace unos días, a otros amigos les dieron un tremendo susto. Le extrajeron a uno de sus hijos un pequeño tumor que parecía maligno. Después de unos días de la peor angustia, los resultados dicen que el tumor no tiene importancia y que, tras una recuperación penosa, todo volverá a la normalidad. Yo, la verdad, no soy mucho de llorar, pero cuando ayer mi mujer me dio la noticia de que el tumor era benigno, lo reconozco, me emocioné.
Porque mi mujer y yo creo que somos conscientes de la suerte que tenemos y vivimos intensamente nuestra relación con nuestros hijos y los disfrutamos. Pero noticias como estas te ponen en el sitio. Cuando piensas por un momento en pasar por el calvario que han padecido estos amigos, se te ponen los vellos de punta y te das cuenta de lo afortunado que eres. Y de lo frágil que puede ser esa felicidad si se te cruza un golpe inesperado en el camino.
Y yo no pienso dimitir como padre abrasante de mis hijos, pero, oye, igual bajo un poco el pistón. Si eso.