SECUNDARIOS

Lo a gusto que se está, en ocasiones, en segundo plano. Y mira que a mí me gusta estar siempre delante, aunque eso te cueste que te partan la cara tres o cuatro veces al año. Pensaba ayer en esto cuando vi la noticia de que el segundo entrenador de Luis Enrique se va a quedar con el cargo de Seleccionador Nacional después de la dimisión del asturiano por motivos personales.

UN SELECCIONADOR SIN EXPERIENCIA

Y me resultó muy chocante. No digo que nos vaya a salir mal el experimento, que puede que Robert Moreno se destape como un genio y a la Selección le vaya fenomenal. Lo que pienso es que en España, con frecuencia, se le da muy poco valor a las personas que llegan a tener la responsabilidad de dirigir un equipo. Cuando las cosas funcionan, sobre todo en el deporte, siempre parece que el entrenador ha tenido la suerte de encontrarse con buenos jugadores, pero que no ha sido su talento el que ha ayudado a que esos jugadores sean mejores.

Recuerdo, sobre todo, las distintas épocas de Vicente del Bosque en el Real Madrid y en la Selección. Siempre se le ninguneó desde algunos frentes. Cuando estuvo en el Madrid ganando ligas y Champions, no era su talento, era el de un equipazo con el que hasta un niño de 7 años habría conseguido triunfar. Y cuando ganó Mundial y Eurocopa con el equipo nacional, no fue nunca su capacidad de gestionar grupos y de reaccionar a desafíos tácticos, sino que tuvo la suerte de encontrarse con un equipo que había hecho Luis Aragonés.

Y ojalá me equivoque, pero con el caso de Luis Enrique, ha sucedido algo parecido; nunca nadie dio mucha importancia a sus éxitos, quizás a los que obtuvo con el Celta. Pero, por ejemplo, los del Barça parecía como si fueran de Messi y de los entrenadores que habían estado antes y, cuando entró en la Selección, lo hizo bajo sospecha. Ahora, cuando un problema familiar le ha obligado a dejar el cargo, se produce ese absurdo tan español del “pa esto vale cualquiera”. Y colocan en un cargo de máximo estrés a un joven entrenador que jamás ha dirigido él solo a un equipo medianamente importante.

LA IMPORTANCIA DEL LÍDER

¿Es tan esencial la figura del entrenador? Joder. La sola pregunta me parece ridícula, pero el director, el jefe de un equipo es básico para que las cosas marchen bien. Y un entrenador es eso. Es una persona que debe tener contentos a los que juegan y a los que no. Debe gestionar los egos de las estrellas de su equipo y los sentimientos de agravio de aquellos que se sienten estrellas y no son tratados como tales. Y la experiencia en la gestión es esencial cuando te toca resolver un marrón de los gordos.

¿Digo con esto que un secundario, un subdirector, un segundo entrenador no pueda ejercer la dirección? No. Lo que digo es que, puede que ante los marrones reaccione bien, o puede que no. Porque nunca se sabe cómo va uno a desenvolverse cuando, de repente, el barco se está hundiendo y todos los pasajeros miran hacia ti, nerviosos, esperando que se te ocurra la manera de evitar el naufragio. Para mí lo que diferencia al líder natural de los que no lo son es la capacidad de tener templanza en los momentos de tribulación; los que sacan lo mejor de ellos mismos cuando, los demás, se cagan.

CO-PRESENTADORES Y TERTULIANOS

Eso de no valorar del todo al líder ocurre también en la televisión, que es un mundo en el que se pasa de sobrevalorar hasta el absurdo a las estrellas, a infravalorarlas de una manera igualmente absurda e innecesariamente cruel. Los buenos líderes televisivos hacen mejores a los que están con ellos. Y ha sucedido en muchas ocasiones que presentadores secundarios que eran unos magníficos co-presentadores, no han conseguido triunfar cuando se han quedado solos. Cuántas veces se le han dado programas a colaboradores brillantes, a tertulianos chisposos y, cuando se les ha puesto ahí solos a dirigir el barco, se ha echado en falta a aquel que los hizo grandes, brillantes y chisposos.

Piensen en secundarios que han salido adelante; María Teresa Campos, Nieves Herrero, Manel Fuentes, Florentino Fernández, Jordi Évole, Broncano… No sé. La lista podría ser interminable. Aunque no tan larga como la de los que intentaron triunfar y no lo consiguieron en solitario.

En el cine pasa algo parecido y es muy raro el actor secundario que logra quitarse esa losa de la cabeza y llega a ser un actor principal cotizado. Uno de esos “rara avis” es Antonio Resines que, hasta que ganó un Goya por su papel protagonista en “La Buena Estrella” no era considerado un actor de primer nivel. A pesar de este triunfo, a Resines le costó un tiempo quitarse ese sambenito y les voy a contar lo que nos sucedió a ambos cogiendo un avión hace quince o veinte años.

UN GRAN ACTOR EN APUROS

Nos encontramos en el pasillo de la cabina. Tenemos un buen amigo común y en algunas ocasiones, habíamos coincidido, de manera que, aunque Antonio y yo no somos amigos, nos conocemos y nos tenemos el aprecio que se tiene a los amigos de tus amigos. Estábamos comentándonos qué tal nos iba a ambos cuando yo me di cuenta de que un anciano quería subir su maleta al altillo. Me ofrecí a ayudarle y el hombre nos miró a ambos con ese descaro que solo tienen los niños y los ancianos y me dijo: “Muchas gracias. A usted lo conozco yo. Usted es presentador de televisión.” Al momento, se giró para Resines y le soltó: “A usted también lo conozco. Es usted un gran actor de segundo orden.”

La verdad es que a ambos nos dio la risa con la definición tan bien y tan ácidamente estructurada del caballero, y nos miramos con esa cara de “joder la gente cómo es”. Pero cuando estábamos sentándonos Resines, que es un cachondo, me dijo con el tono ese coñón que le da a sus personajes de comedia: “Pues me ha tocado los cojones el tío este”.

Supongo que a Robert Moreno, si la leyera, esta Cabra le tocaría también los cojones y confieso que nada me gustaría más que estar tan equivocado como aquel abuelete ácido que nos encontramos en el pasillo de aquel avión.

YO NO ME ABURRO

Jamás. Llámenme simple. Pero no me aburro jamás. Quizás fueron los años de nadar en un equipo y pasar horas y horas del verano viendo la línea negra del fondo de la piscina mientras entrenaba. O a lo mejor ya lo traía de serie. Porque recuerdo que, cuando era pequeño, me despertaba a las 6 de la mañana todos los días y le iba a pedir a mi madre pan, aceite y azúcar. Y mi madre, en vez de mandarme a la mierda, se ponía cada noche un plato con aceite junto a la cama y, cuando yo llegaba, mojaba el pan, le echaba azúcar y me mandaba al salón.

Hoy supongo que yo me habría hartado de jugar a las maquinitas o me habría visto 1.354 veces todos los capítulos de Bob Esponja o, más de mi tiempo, el Oso Yogui o Don Gato. Pero a finales de los sesenta y principios de los setenta, si te mandaban al salón de tu casa, o te ponías a leer, o te ponías a leer. Y así, con 8 ó 9 años me debí convertir en el único niño del Planeta Tierra que se había leído los 4 primeros tomos de la enciclopedia taurina de José María de Cossío. Bueno; eso y la vida de Kennedy y la de Manolete y un montón de otros libros que, de manera un poco desordenada, iban cayendo de la estantería del salón.

Pero recuerdo también muchos momentos de no hacer nada. De estar, simplemente, pensando tonterías, imaginando cosas o mirando al frente con cara de nada. Lo que hoy se denomina “quedarse empanao”. Eso del empanamiento me sigue pasando, pero también me he traído de la infancia la capacidad de no aburrirme y ambas cosas, por lo general, provocan sorpresa entre la gente que me rodea.

En el gimnasio. Cada vez que voy a ese espacio de sufrimiento colectivo noto las miradas de la gente cuando ven que no llevo cascos. “pobre, se le han olvidado los cascos”, “Qué pringao; comerse este marrón de dominadas o de cinta sin poder oír música”. Y a mí no es que no me importe, es que me gusta ir sin cascos y poder estar ese rato pensando. No sé si a ustedes les pasa, pero yo tengo la sensación de que esta vida que vivimos no invita nada al pensamiento. Estamos llenos de estímulos y, si alguien te ve con la mirada perdida sin estar, aparentemente, haciendo nada, te conviertes en un bulto sospechoso.

Es como una alerta colectiva: “¡Cuidado! ¡¡Que ahí hay un tío pensando!!” y en muchas ocasiones tu familia o tus amigos te interrumpen de manera destemplada y en tono de interrogatorio policial te dicen: “¿Pero en qué estás pensandoooo? ¡Que te has quedao empanao!”. Porque, lo normal, a lo que nos invita el entorno, es a no parar. Y, si paramos, dirigimos la mirada al gran enemigo del pensamiento que es el teléfono móvil.

No tengo nada en contra del avance de la tecnología. Todo lo contrario. El móvil, Internet, el email, las redes, me han permitido montar mi empresa y comunicarme con muchas personas a las que tendría más lejos si no fuera por estos medios de comunicación que son como una lámpara maravillosa. Pero creo también que nos han quitado espacio no solo con los demás, sino con nosotros mismos.

Para mí, el principal problema de los móviles es que nos han robado minutos de reflexión, de darle vueltas a las cosas. Yo mismo, que estoy diciendo esto, uso probablemente el móvil mucho más de lo que debería. Y eso que, sobre todo en fin de semana, lo tengo más apartado de mi vida. Pero el móvil te invade y hace que, cuando nos quedamos sin batería, vivamos una angustia vital quizás superior a la del que se queda sin agua en el desierto.

Yo recuerdo los años en los que viajaba en avión todas las semanas como mínimo 2 veces. La gente me decía: “¡Menudo coñazo las esperas en los aeropuertos!”. Y, hombre, no voy a decir que me gustara que se retrasaran los aviones, pero sí puedo asegurar que me gustaban esos momentos de paz entre la prisa tremenda. Siempre llegaba al aeropuerto corriendo, con la angustia de perder el avión y, normalmente, cuando me recogían en destino, volvía a correr porque llegaba tarde a casa, o a una reunión o a una grabación en la que estaba todo el equipo esperando. Por eso, esas pausas aeroportuarias y el viaje en avión a mí me daban paz y me permitían leer tranquilo o, únicamente, sentarme a pensar.

Ayer le daba vueltas a esto del aburrimiento en los toros. Lo aburrido que tiene que estar uno en su vida para convertir en tu objetivo existencial el decir alguna cosa mientras la gente está callada y un torero se juega las pelotas en el ruedo. “¡Viva España!”, ”¡Viva el Rey!”, incluso: “¡Viva el 155!” que gritó uno el otro día y yo estuve a punto de contestar: “Por el culo te la hinco”. Pero me contuve.

Ayer era la corrida de la Beneficencia y, como es tradición, acudió el Rey Felipe VI. Lógicamente, el afecto al Monarca y el aburrimiento vital de decenas de aficionados hizo que hubiera más gritos que los habituales y, cada minuto se oía un “Viva el Rey” un “Viva España” o un “Vivan los toros”, que no sabe uno si es un grito de apoyo a la tauromaquia, o de apoyo a los del Pacma. Pero fue muy curioso el momento en el que uno, que debía estar aburrido de cojones, gritó: “¡Viva la República!”.

La que se lió. En el delirio en el que nos ha instalado toda la mierda esta del Procès y de la convulsión política, miles de espectadores en vez de callarse o apoyar el ¡Viva!, se pusieron a pitar y a gritar: “¡Fuera, fueraaa!”, como si el hecho de ser republicano, le redujera a uno el derecho a sentirse tan aficionado como los demás. Yo no soy republicano. Tampoco es que sea un monárquico de los de tatuarme una corona en la nalga. Pero me da muchísimo por saco que los aficionados a los toros demos la razón a los que piensan que somos unos casposos sin remedio.

Yo sentí vergüenza. Y estaría bien que los que ayer abuchearon al que gritó ¡Viva la República!, soltaran hoy el móvil un ratito y reflexionaran sobre el tema. Pero me da que no les va a pasar. Así que mejor me callo, no sea que uno de estos me esté leyendo, se cruce conmigo esta tarde en los toros, y me introduzca su celular por el recto.