Qué manía tienen los políticos de controlar a los medios de comunicación. No siempre se salen con la suya, pero, si obedecieran a su primer instinto, la mayoría de los políticos cerrarían periódicos, encarcelarían a periodistas e impondrían la censura previa. Todas estas cosas, por supuesto, se piensan, se proponen y, en algunos casos, se ejecutan siempre en beneficio de “la sociedad”, para “no herir a personas decentes”, para proteger el “derecho a la buena imagen”… Jamás un político reconocerá que, cuando la hormona del macho alfa le pide aplicar leyes excepcionales a la prensa es, sencillamente, porque lo que les gusta es que los que les rodean y los medios de comunicación les hagan mucho y todo el rato la pelota.
Digo esto porque imagino que habrán oído hablar de la propuesta del Ministro de Justicia de plantearse si sería bueno sancionar a los medios de comunicación que revelen secretos de un sumario que esté en fase de instrucción. Y el benéfico fin que se perseguiría con esta medida es proteger el buen nombre de personas que son investigadas, pero a las que finalmente no se les encuentran pruebas de que hayan cometido delito alguno. Y yo estoy de acuerdo con Rafael Catalá en que es indignante la manera en la que muchas veces los periodistas manejamos este tipo de informaciones. Y creo que es triste ver cómo frecuentemente nos saltamos filtros profesionales y no contrastamos bien o no investigamos adecuadamente y, en portada a cinco columnas, damos por chorizo a un Santo varón. Lo malo de estas cosas es que, cuando se sabe a ciencia cierta que el Santo varón no ha delinquido, la rectificación no la hacemos a 5 columnas, sino con un titularcín en una esquinita bien pequeña de nuestra publicación.
Pero esto, señor Ministro, debe conducir a una reflexión entre los periodistas y, en el caso de que alguien se haya sentido perjudicado por una información, a una demanda judicial contra el medio que haya mancillado su nombre. Lo que no debe pasar es que sea un gobierno el que, en la búsqueda de la protección de honores ajenos, establezca filtros que coarten la libertad de prensa. Y esto no es corporativismo. Lo juro. Yo aquí hablo de las libertades generales. La prensa española en los últimos años no ha sido precisamente ejemplar, pero una sociedad libre necesita una prensa libre regulada por la Constitución y por el resto de leyes que rigen a esa sociedad. Y debe ser una prensa con derecho a equivocarse. Y, si se equivoca y alguien reclama judicialmente una reparación, que haya un juez independiente que dicte sentencia y castigue a ese periodista o a ese medio por el mal causado.
Pero para entender esto, nuestros políticos deberían llevar mucho más tiempo en democracia. A pesar de que nuestro sistema de libertades va a cumplir 37 años, países como Francia, Gran Bretaña y, sobre todo, EEUU nos llevan décadas de ventaja y aceptan unos medios de comunicación libres a los que, si meten la pata, se les cae el pelo. Por supuesto que los políticos estadounidenses desearían periódicos llenos de miel y alabanzas sin límite, pero tienen metido en la parte más profunda del cerebro que, con la libertad de prensa, pocas bromas. Es un problema de años de educación. Cuando Rafael Catalá estudió sus primeros años de colegio, a finales de los 60 y principios de los 70, todavía teníamos fotos del Glorioso Caudillo de las Españas en nuestras clases. En aquellos mismos años, en Estados Unidos, dos periodistas del Washington Post le estaban preparando el lecho mortuorio al primer Presidente estadounidense caído por mentir. Y es inevitable que, con esos antecedentes franquistas en el subconsciente, de vez en cuando, nos equivoquemos.
Y ya que hablamos de educación, me hace gracia la que se ha liado con la madre que corre a guantazos a su hijo por las calles de Baltimore. Por si no lo han visto, les adjunto aquí abajo el enlace. La muerte de otro joven negro a manos de la policía desató hace unos días unos terribles disturbios en esta ciudad norteamericana. Una cámara grabó cómo esta señora sorprendía a su hijo encapuchado en medio de una manifestación y se lo llevaba dándole collejas mientras le gritaba en un inglés muy de Maryland: “pa casaaaa y quítate ya esa capuchaaa”. No defiendo en absoluto la violencia paternal, pero muy probablemente ese muchacho se apartará del sendero del mal, si supera la vergüenza de que todo el mundo haya visto a su madre, como la Hidra, sacándole de la manifa a leches.
Pero es que los padres no debemos descuidarnos si queremos que nuestra progenie se mantenga en el buen camino. Y no hablo sólo de chicos más crecidos. La buena educación empieza desde bien temprano. Y hay que estar atentos, no sólo a lo que hacemos nosotros, sino a lo que les dicen a nuestros hijos los que les cuidan. Cuando mi hija Paula tenía un año y poco, generaba mucha admiración entre las amistades porque era un loro y decía perfectamente todas las palabras que aprendía. Un día, desperezándome de la siesta, escuché a la señora que trabajaba en casa decirle cosas a Paula mientras le cambiaba el pañal. Todo fue normal hasta que Mary (que así se llamaba la susodicha) anunció: “Le voy a limpiar a mi niña laaaa…” Y mi hija, para gran sobrecogimiento mío, gritó entusiasmada: “Chirlaaaaa”.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/telediario/la1-madre-baltimore/3109521/
Archivo por meses: abril 2015
ESOS POBRES NEGRITOS
Nos dan mucha pena. Hablamos de ellos casi siempre con ese sentimiento caritativo que nos da la certeza de que somos superiores a ellos. No sé si es el gen colonial, que lo tenemos ahí metido a fuego, pero seguimos en muchas ocasiones hablando de la gente del Tercer Mundo como de nuestros hijos pequeños. Con una mezcla de pena y conmiseración que nos deja muy tranquila la conciencia y permite que podamos seguir con nuestras vidas como si no hubiera pasado nada.
Nos gustan mucho los negritos del África Tropical. Quedan estupendamente para nuestras campañas de blancos enrollaos. Nos permiten sacar lo mejor de nosotros mismos, pero, si lo que les pasa a estos negritos es demasiado fuerte, pues oye, mejor miramos para otro lado que, al final, están lejos de cojones y ojos que no ven… Y somos capaces de olvidarnos porque, enseguida, tenemos encima otra noticia que nos tapa los orificios de entrada de dolor.
Cuento esto porque la semana pasada un buen amigo mío y seguidor habitual de la Cabra, Txema Marquiegui, me hizo ver que no entendía por qué nos sentíamos tan identificados con unos muertos y tan poco con otros. Se refería a la poca repercusión que habían tenido en el Norte los asesinatos de 147 estudiantes en la Universidad Keniata de Garissa. 6 bellacos del grupo terrorista Al Shabab masacraron a decenas de estudiantes para generar terror. Y como saben que su crueldad sin sentido nos sobrecoge, para meternos más miedo en el cuerpo, dijeron que habían dejado con vida a los estudiantes musulmanes. Son esas explicaciones inexplicables que dan los grandes malvados de la Historia para provocar espanto en los no afines y algo de empatía y admiración entre sus incondicionales.
Cuando aquellos desalmados entraron a tiro limpio en la redacción de Charlie Hebdo, no tardamos ni cinco horas en decir masivamente que todos éramos Charlie. Hubo manifestaciones en cientos de ciudades y líderes de todo el mundo acudieron a Paris a un gran acto contra la barbarie. En el atentado contra la redacción de esta revista satírica murieron 12 personas. Pero la muerte de esos 12 nos dejó más huella y fue, sin duda, porque vimos cómo el espanto se metía en nuestras cocinas. Esa sensación de: “Me puede pasar a mí” hizo que todos nos sintiéramos Charlie. Sin embargo estos 147 estudiantes forman parte de aquellos lejanos negritos del África Tropical que nos cantaban en nuestra infancia con el Cola-Cao. Y durante un rato, o dos, nos espeluznamos con el relato de la masacre, pero ninguno hemos sido en estos días ni Peter, ni Mary, ni Fred que son 3 de los nombres de los 147 desdichados que cayeron. Yo no puse ninguna foto en mi Facebook, ni hice ningún comentario en Twitter, ni dediqué ni una línea de una Cabra a reflexionar sobre la truculencia de este terrorismo yihadista que mata cada día a miles de personas en todo el mundo, pero que sólo nos toca la fibra cuando se cepilla a nuestro vecino.
Así que aprovecho esta Cabra para pedir perdón a esos 147 muchachos que se formaban para ser mejores ciudadanos y me comprometo a estar más atento a estos espantos, aunque nos los tapen diariamente los escándalos de nuestros políticos que, cada dos por tres, nos dan motivos para ponerlos en las portadas de los periódicos. Joder; por si no teníamos suficiente con Bárcenas, Gurtel, Púnica, los ERES, Pujol, Rato… es que ahora sale también lo de Trillo. Que hay que respetar la presunción de inocencia, pero ya mosquea que una constructora le pagara al ex presidente del Congreso por asesorías más de 350.000 euros. Eso por no hablar de la creación lingüística del Director de la Agencia Tributaria al referirse a la lista de los 715 amnistiados fiscales que levantan sospechas de haber hecho marranadas con su dinero. Esa “repera patatera” ha levantado multitud de comentarios y de exigencias de transparencia de todos los partidos de la oposición. Yo creo que piden eso porque ellos apuestan a que en la repera patatera hay más del PP que de los otros, pero yo no me fiaría mucho, no sea que alguno se lleve una sorpresita. Porque en esto de tener averiados en la tropa no puede ponerse estupendo ningún partido. Está tan gastada la palabra imputado, que hasta el PP ha decidido hacerla desaparecer de nuestro ordenamiento jurídico para sustituirla por “investigado”. Y la verdad es que es una pena porque imputar ha sido un verbo que, tradicionalmente, ha dado mucho juego en los juzgados. Sobre todo en mi tierra. Mi tío José Luis, que de joven fue juez en la localidad malagueña de Coín, siempre contaba la anécdota de un agricultor al que uno de sus compañeros, durante un juicio, le preguntó: “¿Está usted de acuerdo con el delito que se le imputa?”. El pobre hombre no entendió la pregunta y dijo: “¿Eingg?”. Cuando el magistrado le insistió: “Que si está usted de acuerdo con el delito que se le imputa”, el campesino ya torciendo el gesto y empezando a cabrearse gritó: “¿Quién? Hioputa yo?”
Pues eso. Que puede que en los juzgados no vaya a haber ya imputados, pero “hiosputa” me temo que va a seguir habiendo unos cuantos.
SUS SEÑORÍ@S
Pues hasta me produjo ternura. Y no hablo de un bebé, ni de un vídeo de gatitos, ni de un powerpoint hortera con amaneceres, ni de un sollozo de Belén Esteban, con lo que empatizo con ella. Hablo de Celia Villalobos. Lo sé; pensarán que he sufrido algún trastorno en las últimas horas, pero si me dejan que les explique lo van a entender perfectamente.
Ayer acudí a un Pleno del Congreso de los Diputados. No crean que el trastorno me viene de ahí. Antes de la sesión de Control al Gobierno, el ejecutivo iba a informar sobre una cumbre europea y, a las 9 de la mañana, el Presidente del Gobierno subía al estrado. Yo estaba en la tribuna de invitados y, como el discurso era más bien mortecino, me puse a fijarme en lo que iba viendo.
Lo primero que me pregunté fue: “Pero ¿qué hacían estos hombres y mujeres cuando no había móviles?”. Como si fueran una turba de adolescentes wasaperos, todos y cada uno de los diputados y diputadas andaban ahí con sus smartphones, sus tablets o sus ordenadores dale que te pego mientras Mariano Rajoy les contaba cosas que, se supone, les debían interesar. Había algunas excepciones; lógicamente el Presidente del Gobierno no tenía el móvil a mano. El líder de la oposición remataba el discurso que iba a leer. Algún que otro diputado miraba las musarañas y solamente hubo una persona que, durante la primera hora del pleno, no parecía un quinceañero compulsivo; Celia Villalobos. La Vicepresidenta del Congreso, a la que pillaron en un pleno jugando al Candy Crush, estaba como aquellas niñas de los cuentos de posguerra. No sé si será por el nombre, pero me acordé de aquellos recargados relatos sobre su tocaya, Cuchifritín y Paquito. La Villalobos parecía una de esas mozas de las que decían: «María Pilar es una niña traviesa, pero de gran corazón». Y si a María Pilar, la pobre, la sorprendían haciendo una trastada, tras recibir el castigo pasaba varios días mostrando a todo el que la viera una conducta de modestia y recato “comme il faut”. Y así estaba mi paisana. Mientras todas sus señorías y señoríos wassapeaban, leían la prensa online o jugaban al Candy Crush, ella, que fue puesta de cara a la pared con las orejas de burro, de manera ejemplar, no tocaba ningún elemento electrónico, no fuera a pensar el personal que estaba comiendo golosinas electrónicas.
Sólo 3 veces en esa primera hora acercó la mano a su móvil; como imagino que se acerca un alcohólico a un chato de vino, se puso sus gafas de ver y comprobó que no tenía mensajes nuevos. Pero soltó el aparto, como si le quemara, en menos de 30 segundos. Y a mí ese comportamiento de niña picaruela de buen corazón, que habría dicho Elena Fortún, me pareció enternecedor. Claro, que me duró poco la ternura, porque, justo al lado de la Villalobos, estaba sentada otra señora; la vicepresidenta 3ª del Congreso, Dolors Montserrat. Se nota que es de las más jóvenes diputadas. Me fijé en ella desde el principio porque, estando sentada en la Mesa del Congreso, a sólo 3 metros del orador, estuvo dándole al móvil continuamente. Creo que lo que hacía era wasapear o mandar emails, porque daba la sensación de que escribía, pero me resultó muy sorprendente la intensidad en el ejercicio y me lo tomé como un ensayo científico; la cronometré. En esa primera hora estuvo 53 minutos con el móvil en la mano. Hubo no más de siete minutos en los que soltó su smartphone y atendió, no a Rajoy o a Sánchez, sino a unos papeles que hojeó y en los que hizo dos o tres garabatos. Una vez consumada la anotación, cogía de nuevo su móvil y a chatear, que es gerundio, como diría la Esteban.
En fin. Esto me pareció lo más tremendo, pero también me resultó impropio de personas educadas la falta de atención a los oradores. Cuando habló por primera vez Rajoy, todo el hemiciclo estaba en silencio respetuoso. Cambió después, en el turno de Pedro Sánchez en el que un murmullo muy molesto iba creciendo, por la parte derecha de los escaños. Pero ya es la repanocha cuando intervienen los restantes portavoces de cada grupo. No les hacen caso ni sus respectivas familias y, si alguno logra que no haya ruido, es porque se produce el tristísimo silencio de la incomparecencia. Vaya; se te oye, porque no te está escuchando ni Blasete. No sé; quizás debería haber una regla en el Congreso que obligara a que hubiera un mínimo de diputados, aunque sea una chorrada. Lo que sí me parece obvio es que debería haber alguna norma que impidiera que nuestros Padres de la Patria se desaforen en el uso de la tecnología. Mi hija Macarena, anoche, se quedó dormida con el móvil a 20 centímetros de su cabeza y hoy va a estar castigada sin él. Por lo que yo vi ayer, sus señorías tienen menos autocontrol que mi hija de 13 años, así que igual debería haber alguien con autoridad para imponerles un castigo.
Claro que, a lo mejor, existen esas normas y no están muy claras, y a sus señorías les pasa como a los clientes de un Parking de Sevilla en el que metí mi coche hace unas semanas. Como verán en la foto, algún cachondo se dejó encendidas tanto la luz de Libre como la de Completo, con lo cual, el que llega, lee “Combreto”, en una intersección de letras y colores que llevaría al colapso a un alemán, pero que a un andaluz, optimista y de letras, como yo, le hizo dirigirse hacia la barrera convencido de que había sitio de sobra.
ASUMIR LAS COSAS
Nos cuesta un mundo aceptar determinadas cosas. Vuelve hoy la Cabra después de una semana de vacaciones y ha habido tantos sucesos que tenían miga, que me ha costado no ponerme a escribir, aunque necesitaba un descanso. Y me ha resultado curioso observar que el denominador común de las noticias que más me han chocado es la dificultad que tenemos los humanos para asumir las derrotas, para saber ver que tenemos un problema, o para asimilar que, muchas veces, las cosas ocurren porque sí o porque hay gente que es, sencillamente, mala.
Empezando por lo más cercano en el tiempo les pongo el caso de lo que está sucediendo en dos partidos políticos después de las elecciones andaluzas. Por ejemplo en el UPyD de mi ex-admirada Rosa Díez. Yo creo que en los últimos tiempos han sido varias las noticias, las personas, los votantes y los compañeros de partido que le han dicho a la líder de UPyD que se estaba equivocando, que por ahí no, que igual debía darle una vuelta a una posible alianza con el Ciudadanos de Albert Rivera. Y ella, erre que erre, que no, que ella misma con su carisma iba a esquivar lo que anunciaban las encuestas; una leche planetaria en los comicios de Andalucía. Y lo tremendo es que, una vez confirmada la catástrofe, en vez de recular, pensar en qué se había equivocado, sentarse a hacer examen de conciencia, va la tía y da una rueda de prensa diciendo que la culpa es de los votantes que no saben votar bien, de los medios de comunicación que son duros con ellos y del empedrado, que es muy difícil andar por él con tacones.
Y gracias a su incapacidad de reconocer los errores propios, hoy UPyD es un partido en derribo en el que cada día sale una noticia de un diputado que se va o una diputada que no se va, pero pone dinamita en el maletero de la fregoneta.
Y, salvando las distancias, algo parecido está sucediendo en el PP. Están estupefactos. Y no reaccionan. Yo comprendo a Rajoy mejor que a Rosa Díez. Es obvio que Mariano y los suyos, en estos años, nos han apretado hasta la asfixia a ciudadanos y empresarios, han hecho recortes inaceptables y han gobernado pisándoles las pelotas a los más débiles. Pero igual de obvio es que recibieron un país en bancarrota que decía adiós a ZPeter ZPan con cara de espanto y hoy da la sensación de que España comienza a respirar. Ahora hace falta que respiremos los españoles, pero, aunque a la oposición le dé rabia, estos tíos han hecho muchas cosas bien. Lo chocante es que sean tan incapaces de ver que se están equivocando y sigan manteniendo el discurso de “bueno, bueno, que ya se darán cuenta los españoles de que somos guays”. Y los españoles, de momento, bastante tenemos con llegar a fin de mes y con no tener la sensación de que los políticos nos toman por bobos. Porque escuchar cosas como el discurso de Rajoy en la Junta Directiva nacional de anteayer, es para pensar que Mariano cree que somos memos. Según él, en el PP, no hay disensiones, no hay opiniones encontradas y a todo el mundo le ha parecido perfecto y súperchuli cómo se han hecho las cosas últimamente, aunque, según termine la reunión, salgan cuatro o cinco, o veinte de los suyos con cara de haberse tragado un pepino muy amargo y sin cortarlo en rodajas.
Pero no sólo quería hablar de política. Sigo aún impactado por la historia terrible del co-piloto Andreas Lubitz, que estrelló un avión en los Alpes para suicidarse matando a otras 149 personas. Me sigo preguntando por qué nos cuesta tanto aceptar que hay gente que es, sencillamente, muy mala. La historia clínica de Lubitz ha echado un manto de sospecha sobre los millones de personas que sufren depresiones en todo el mundo. Es de cajón que debían haberle controlado mejor en su empresa y que una persona de baja médica psicológica no debía haber montado en ese avión. Pero este Lubitz no estrella el avión porque estuviera deprimido. Estrella el avión porque era un grandísimo hijo de puta. Un hombre malo. Siempre nos pasa que, ante la maldad, tendemos a buscar explicaciones que nos hagan entender por qué hay gente que abusa de niños, que mata a su mujer o que estando en el poder masacra a los que no opinan como él. Probablemente haya miles de libros que argumenten el origen de esas averías mentales, pero, en muchos de estos casos hay detrás algo tan simple como la maldad absoluta. Que es muy incomprensible para nosotros, a pesar de que sea tan humana y tan difícil de encontrar como la bondad absoluta. Pero igual que hay buenos absolutos, hay también malos integrales y este copiloto alemán era uno de ellos.
No querría terminar esta Cabra del reencuentro de manera triste, así que les voy a regalar un buen ejemplo de una persona a la que también le costó asumir sus errores. Hace unas semanas, en un viaje, paramos a tomar un bocadillo en la provincia de Cuenca. Junto a la gasolinera en la que repostamos nos encontramos con una pequeña capilla. Yo me detuve un instante a contemplarla, aunque era tirando a fea, pero me resultó muy pintoresca. Y hallé algo maravilloso. Coronando la capilla había una inscripción que recordaba que el templito se había erigido en honor del patrón de los caminantes. Cuando me dio por leer el texto esculpido en la piedra, me fijé en que la N de San Cristóbal estaba invertida. Y que, al hacer la C, se les había colado una G, y rellenaron el rabito con yeso, para dejarla en C. No quiero pensar el pastón que le debió costar al paisano el monumento, pero sí quiero imaginar esos días de rabia, de no querer asumir que la habían cagado y que ya puestos, pues que ellos iban a hacer como los políticos españoles; “oye; mira palante, haz como si tal y ya verás cómo casi nadie se da cuenta”.