Sé que este Papa no cae muy bien a todo el mundo. Entre mis amigos más conservadores, cuando hablan sobre Francisco, siempre hay un soniquete como irónico, un deje de desprecio, un aire de poco respeto que les lleva a decir cosas como “Sí; es un Papa muuuuy simpático”. Que a mí me choca muchísimo porque, cuando yo me hartaba de criticar a Juan Pablo II (q.e.p.d.) o a Benedicto XVI, llegaba un punto en el que se cerraban las discusiones con el contundente: “Pues oye, es tu Papa y así es la Iglesia Católica; si no te gusta, te vas”. No sé dónde se les ha quedado esa disciplina jerárquica porque a muchos no les gusta un pelo lo que dice, ni lo que hace, este Sumo Pontífice.
Y yo, qué quieren que les diga, con sus fallos, con sus equivocaciones, con algunas cosas que me hacen no estar de acuerdo con él, este Papa me gusta mucho. Creo que ha venido a darle un tantarantán a mi Iglesia, a hacerla más humana, a acercarla más a los que sufren y a quitarle a la Curia ese aire de naftalina que hacía que miles y miles de fieles mirasen hacia otros lados. Pero, por encima de todas las cosas, lo que más me gusta de Francisco I es que, teniendo como tiene un cargo a medio camino entre Dios y la política fina, no es un político tradicional. Digo esto porque ayer leía la noticia de que, de nuevo, el Papa ha pedido perdón por los desmanes de la Iglesia. Si hubiera sido un Papa normal, un político normal, habría tenido anteayer a 25 asesores, analistas, politólogos y expertos en diplomacia que le habrían dicho: “Santo Padre, por Dios (no sé si esto se le puede decir a un Papa), no vuelva con eso, que ya hemos pedido perdón setenta veces y es remover la basura”. La mayor parte de los líderes políticos del mundo están convencidos de que los problemas desaparecen si uno deja de mirarlos. Y así gobiernan. Sus asesores, sus medios de comunicación y sus equipos, al dejar de mostrar la caca, piensan que ya no hay truño, aunque en ocasiones el hedor lo tengas metido en tu cama.
¿Quién se acuerda hoy de los refugiados? Por lo que veo cada día en las portadas de los periódicos y escuchando a nuestros políticos, pareciera que es un tema resuelto y que la emergencia humanitaria de hace unas semanas se ha acabado y que ya no hay hambre, ni frío, ni desesperación de miles de personas por huir del espanto de la Guerra.
¿Quién se acuerda hoy de Aylan Kurdi? Es que probablemente a botepronto a muchos ni les suene el nombre de este pobre niño cuyo cadáver tirado en una orilla removió las conciencias del mundo civilizado. Los desheredados del planeta, los que menos fuerza tienen, necesitan a alguien que ayude a mover esas almas dormidas, a despertarnos y ver que, aunque haya riesgos en la acogida, tenemos que ayudar a los refugiados. Es que con la excusa de que puede que vengan yihadistas infiltrados, está desapareciendo de nuestra conciencia el problema, pero está ahí. Por desgracia, vivo. Lo malo es que, en medio del empeño del Papa por no olvidar a los más necesitados, salen algunos de los suyos y abren una vía de agua. No entiendo que el arzobispo de Valencia, el cardenal Cañizares, no midiera ayer sus palabras al decir que, entre los refugiados, puede esconderse un “caballo de Troya” o abriendo interrogantes en su discurso como “¿Son trigo limpio?”, “¿dónde quedará Europa dentro de unos años?”. Son preguntas nada inocentes que, a los que dudan si acoger a estas personas, les deja muy tranquila la conciencia porque, claro, “si lo dice un arzobispo”… Y yo no estoy hablando de ser Peter Pan y no querer ver el riesgo. Es que no podemos olvidarnos de que hay gente sufriendo de verdad. ¿Imaginan qué habría pasado si, cuando nuestra Guerra Civil, algún país se hubiera negado a aceptar refugiados diciendo que entre ellos podría haber terroristas anarquistas o comunistas y delincuentes comunes? Estoy seguro de que, entre aquellos trenes, barcos y columnas de gente caminando, habría algún hideputa, pero la mayoría de los que huían eran personas desesperadas por el horror, por el hambre y por la crudeza de la intemperie. Y eso, pasados ya casi 80 años, pues se nos ha olvidado. Y nos puede el miedo. Y disculpo que nos pueda el miedo a los ciudadanos normales, pero no a los políticos, ni, mucho menos, a un hombre de Dios como es Cañizares, que hoy debería tener mala conciencia.
Cuando pienso en la gente con buena y mala conciencia me acuerdo siempre de mi abuela Julia. Era una de las mujeres más buenas que he conocido, y una abuela adorable, pero alumbró 13 hijos y la única manera que tuvo de educarlos bien fue ser una madre muy estricta. Mi madre siempre contaba que, cuando eran pequeños, si uno se la cruzaba por el pasillo y se tapaba como temiendo un coscorrón la abuela decía: “Si por algo me temes, es que algo me debes” y, basándose en esa supuesta mala conciencia, te arreaba un pescozón o te daba una colleja.
Estoy seguro de que Francisco, jamás se habría llevado una colleja en aquellos pasillos. Ahora, Cañizares, si se hubiera cruzado ayer con mi abuela se habría ido a dormir con la nuca más colorada que un pimiento morrón.
LA MALA CONCIENCIA
13