GANDHI VERDE

La creación no es mía sino de David Bustamante. No conozco a nadie que haya triunfado en lo suyo que no sea un tío listo, original y, al menos en ocasiones, tenga su punto de gracia. Bustamante es uno de esos. Confío en que sepan que yo produzco para los domingos por la mañana de TVE un programa que se llama “Seguridad Vital”. En este espacio, hacemos unas entrevistas cortas en las que preguntamos a los famosos si, cuando están conduciendo, se consideran más Mahatma Gandhi o el Increíble Hulk. Supongo que la mayoría conocerán a aquel personaje de Marvel que, cuando se cabreaba, se ponía de color verde, crecía y sacaba un carácter, digamos que dificilillo. Le lanzamos la pregunta a Bustamante y David, en un momento de esos brillantes, contestó que él es el Gandhi verde.
A mí me pasa igual. Yo, por lo general soy un tío tranquilo. No suelo estresarme mucho y no me enfado con demasiada frecuencia. O sea; en muchos momentos de mi vida, soy más de Mahatma Gandhi. Pero, ay, de vez en cuando me cabreo y, cuando me sucede, excepto en la piel verde y en la hipertrofia muscular, tengo cierto parecido al Increíble Hulk. Y, me da vergüenza reconocerlo, pero el otro día me sucedió, precisamente, yendo en el coche con mi mujer. Veníamos de hacer la compra en un mercado. Íbamos por una calle con dos carriles aproximándonos a un semáforo. Vi que llevaba detrás una moto de esas que van haciendo slalom y me fui a apartar para dejarle pasar justo antes de llegar a un cruce en el que queríamos girar a la izquierda. Cuando estaba haciendo el cambio de carril, el coche que iba delante de nosotros hizo una maniobra brusca, que me obligó a frenar de manera repentina y a apartarme, también bruscamente, de mi trayectoria. Vi perfectamente que venía la moto zigzagueando y me detuve para que pudiera pasar y hacer su giro a izquierdas. El motorista, indignado por verse obligado a cambiar su trayectoria, se me paró al lado y se me quedó mirando con mucha cara de chuleta, como perdonándome la vida, a pesar de que yo con la mano le estaba indicando que pasara. Pero se quedó allí retador y haciendo aspavientos. Yo, primer error, bajé la ventanilla y le dije, ya en tono poco Gandhi, que qué le sucedía, que le estaba dejando pasar. El de la moto movía mucho las manos y le veía a través del casco cómo decía cosas. Entre que estoy más sordo que Beethoven y el ruido del coche no me enteré mucho de lo que me gritaba, pero entreoí palabras que terminaban en uta y en olla. Poniéndome benévolo, hoy puedo pensar que, estando tan próximos a un mercado, podía estar diciéndome; «Buenas tardes, caballero, acabo de comprar fruta y unas cebollas». Pero la piel verde en la que yo habitaba en aquellos momentos me impidió la benevolencia y asumí que el motero altivo estaba dudando de la decencia de mi señora madre y de mi cociente intelectual. He de decir que, con respecto al cociente, en esos momentos acertó, porque yo, sacando al chimpancé que todos llevamos dentro, le dije también algo que rimaba con cebollas e, incluso, con Borbolla. En ese momento, el otro chimpancé hizo ademán de lanzar una patada contra la puerta de mi coche y arrancó. Se puso a hacer arabescos con la moto delante de mi automóvil como animándome a que yo entrara en el juego. Por suerte no lo hice, de manera que, cuando nos paramos en el siguiente semáforo ambos estábamos ya menos simios y decidimos acabar la discusión, aunque el mandril de la moto seguía mirándome como si yo le hubiera robado la novia a los 15 años y hoy tuviera 16.
No es, pueden creerme, un sucedido del que esté orgulloso, pero lo cuento porque es una muestra de lo cerca que podemos estar en ocasiones de acabar peleándonos con alguien por una estupidez soberana. Cómo ese orangután que tenemos metido en el fondo de las meninges nos sale de vez en cuando para complicarnos la vida. Yo no me he peleado jamás con nadie. Vamos, quiero decir que nunca me he pegado con nadie, ni espero hacerlo jamás, pero el viernes pasado, viniendo tranquilamente de hacer la compra con mi mujer acabé provocando, al alimón con otro Australopiteco, una situación en la que, si alguno de los dos hubiera sido más agresivo, podríamos haber acabado como el que fue mi compañero en Antena 3 de Radio, Jesús María Amilibia, que mató, sin quererlo, a un hombre durante una discusión de tráfico tan estúpida como la mía. La diferencia fue que, probablemente, ambos dejaron ir al simio y, por si eso hubiera sido poco, Amilibia llevaba en la guantera una pistola. Y la usó.
Así que yo voy a hacer acto de contrición y me voy a imponer la exigencia de no volver a sacar nunca más en el coche al señor verde que llevo dentro. Y así, si algún día me autoentrevisto en mi propio programa (alguna de esas cosas raras he visto en mi carrera) poder decir que soy Gandhi, pero de verdad. O si no, al menos, lograr la templanza y saber encontrar las palabras oportunas como hacía un juez de Málaga del que me hablaba mucho mi padrino, mi tío José Luis. Contaba que, en los años, 50, este juez tenía que interrogar a un testigo, que era analfabeto, y, antes de comenzar el interrogatorio, le hizo las preguntas que, en el lenguaje jurídico se conocen como “Las generales de la Ley”. La fórmula no es sencilla para una persona sin estudios; ¿Tiene el testigo relación de parentesco o dependencia, interés directo o indirecto, amistad o enemistad, es pariente, criado o vecino de alguna de las partes? El testigo, ante tal catarata de palabras sólo pudo contestar: “¿Ein?”. El juez buscó fórmulas más sencillas para preguntar lo mismo, pero el testigo seguía sin entender lo que se le preguntaba exactamente. El magistrado, finalmente, tiró de Román Paladino y le dijo: “Vaya, que si a usted le interesa más que gane Manolo o Juan”. El cateto, comprendiendo, por fin, qué se le preguntaba contestó: “Por mí les pueden ir dando por el culo a los dos”. El juez, conteniendo la risa, proclamó en voz alta: “Conste en acta la manifiesta imparcialidad del testigo.”