Hoy es todavía el día de la estupefacción. Es por supuesto el día del dolor y del desgarro y del nudo de angustia en la boca del estómago. Y de la incredulidad. Y de desear, con todas las fuerzas, que sea una pesadilla. Y de una pena profunda. Como van a ser muchos días, de ahora en adelante, para la familia y los amigos de Celia Barquín.
Hay muchas cosas en nuestro día a día que podemos calificar como “anormales”. Es anormal que un ex presidente del gobierno comparezca en una comisión del Congreso en tono chulesco y hablando como si estuviese discutiendo en un bar con los amiguetes. Claro, que también es anormal que un representante del otro gran partido español (con casos de corrupción sonrojantes) dé clases de limpieza política a nadie. O que otros dos representantes de partidos (sobre todo Rufián) estuvieran allí más pendientes de hacer su numerito de tertuliano televisivo que de hacer preguntas.
Es anormal que el presidente del gobierno más frágil de la historia de nuestra democracia aparezca en TV en una entrevista de una hora y dé una imagen tan penosa y deje claro, por ejemplo, que no se sabe los números básicos de una de las propuestas políticas más importantes para su gobierno.
Es anormal que tengamos un sistema universitario que permita tantas cosas irregulares (legales o no) como las que parece que se han producido y no sólo en la Rey Juan Carlos.
Y podría seguir desgranando anormalidades, como lo de Cataluña, pero es un tema que me produce tal pereza que mejor lo voy a dejar para una futura Cabra. Si eso. Porque quería centrarme en una anormalidad terrible que tiene mucho que ver con el que yo creo que es el principal problema del periodismo moderno. La falta de rigor, el boteprontismo, la necesidad de decir algo, lo que sea, sobre cualquier asunto, porque, si no, en la prisa vertiginosa que hoy nos abate, te quedas atrás.
Imagino que habrán leído el tweet que publicó ayer un tal Alfredo Pascual. Se supone que es periodista porque lo pone él mismo en su perfil de Twitter. Muy poco después de que saliera la primera noticia sobre el terrible asesinato de una niña española de 22 años en Estados Unidos, este ser publica lo siguiente: “No la conocía absolutamente nadie, pero los asesinatos de gente de clase alta son rentabilísimos en prensa”. Les doy unos segundos para asimilarlo.
Se cruzan en este tweet varias anormalidades. Siendo un periodista, podía haber dedicado los 3 segundos que se tarda en escribir “Celia Barquín” en la barra del buscador de Google para haber descubierto unas cuantas entradas hablando de los éxitos deportivos de esta “desconocida”. Pero no. A Alfredo Pascual le pasa lo que a tantos otros compañeros míos de profesión: “lo que yo no conozco, no existe”. Y da por hecho, primer error, que Celia es una absoluta desconocida.
Yo llevo presentando desde hace muchos años la Gala anual de la federación española de Golf. ¿Saben cuántas veces he tenido que pronunciar el nombre de Celia en los últimos 10 años? ¿15 veces? ¿20? Pues no lo recuerdo, pero todos los años ganaba algo en competición individual o por equipos. Pero es que, este año, Celia estaba embalada. Había ganado el campeonato de Europa individual amateur. Una pasada. Había podido jugar el US Open. Otra pasada. ¿Sabes, Alfredo, cuántas buenísimas jugadoras se retiran sin poder jugar un Major? Y estaba clasificada para la segunda fase de la escuela de la LPGA. Un logro al alcance de muy pocas jugadoras profesionales en el mundo. Y ella, aún, era amateur.
Pero es que no contento con hablar sin detenerte a contrastar, das por hecho, segundo error, que Celia es de clase alta. Como si fuera malo o bueno alguien por el hecho de ser de clase alta o de clase baja. No sé de qué clase social eres tú, pero no me gustaría, francamente, que te acercaras a una de mis hijas.
Celia era una niña luminosa hija de un matrimonio encantador. Personas normales, trabajadoras que se habían encontrado, de repente, con que su niña era buenísima en su deporte favorito y estaban dejando que su don fluyera primero en los equipos de la federación asturiana, luego en el CAR de la Blume y, desde hace 4 años, becada, por su talento, en una Universidad Americana en la que se encontró con el indeseable Collin Daniel Richards.
Y lo que me hace considerar tu tweet como anormal no es que te equivoques. No es que siendo supuesto periodista des por hechas cosas sin pararte a pensar o a contrastar. No es que tengas la falta de criterio periodístico como para pensar que esta noticia no merece la atención de los medios españoles.
Lo que me parece profundamente anormal, y deberías quizás pedir ayuda profesional para ello, es que ante la noticia de la muerte de una niña de 22 años tu primera reacción no sea la pena, la estupefacción, la compasión, el pensamiento en esa niña, en esos padres, en esos familiares, en sus amigos, en sus compañeros de equipo, en sus profesores… No. Tu primer pensamiento es correr a publicar un tweet cabreado porque en los medios (curiosamente citas al medio en el que trabajas) se le da importancia a una niña rica porque va a ser muy rentable.
No espero que cambies, porque asumo que, a estas alturas, el mal que se cocina en tu cabeza y en tu corazón ya está bien cocido. Lo que sí espero, de verdad, es que deje de ser cierto lo que pones en tu perfil de Twitter; que escribes reportajes para “El Confidencial”. No le deseo mal laboral a nadie, pero no entendería que un periódico serio siguiera dando trabajo a una persona como tú.
Mientras tanto, los demás; los que sí sabemos quién era Celia Barquín, dedicaremos hoy una buena oración, un buen pensamiento, un buen deseo en su memoria y en la de su familia.