Jamás. Llámenme simple. Pero no me aburro jamás. Quizás fueron los años de nadar en un equipo y pasar horas y horas del verano viendo la línea negra del fondo de la piscina mientras entrenaba. O a lo mejor ya lo traía de serie. Porque recuerdo que, cuando era pequeño, me despertaba a las 6 de la mañana todos los días y le iba a pedir a mi madre pan, aceite y azúcar. Y mi madre, en vez de mandarme a la mierda, se ponía cada noche un plato con aceite junto a la cama y, cuando yo llegaba, mojaba el pan, le echaba azúcar y me mandaba al salón.
Hoy supongo que yo me habría hartado de jugar a las maquinitas o me habría visto 1.354 veces todos los capítulos de Bob Esponja o, más de mi tiempo, el Oso Yogui o Don Gato. Pero a finales de los sesenta y principios de los setenta, si te mandaban al salón de tu casa, o te ponías a leer, o te ponías a leer. Y así, con 8 ó 9 años me debí convertir en el único niño del Planeta Tierra que se había leído los 4 primeros tomos de la enciclopedia taurina de José María de Cossío. Bueno; eso y la vida de Kennedy y la de Manolete y un montón de otros libros que, de manera un poco desordenada, iban cayendo de la estantería del salón.
Pero recuerdo también muchos momentos de no hacer nada. De estar, simplemente, pensando tonterías, imaginando cosas o mirando al frente con cara de nada. Lo que hoy se denomina “quedarse empanao”. Eso del empanamiento me sigue pasando, pero también me he traído de la infancia la capacidad de no aburrirme y ambas cosas, por lo general, provocan sorpresa entre la gente que me rodea.
En el gimnasio. Cada vez que voy a ese espacio de sufrimiento colectivo noto las miradas de la gente cuando ven que no llevo cascos. “pobre, se le han olvidado los cascos”, “Qué pringao; comerse este marrón de dominadas o de cinta sin poder oír música”. Y a mí no es que no me importe, es que me gusta ir sin cascos y poder estar ese rato pensando. No sé si a ustedes les pasa, pero yo tengo la sensación de que esta vida que vivimos no invita nada al pensamiento. Estamos llenos de estímulos y, si alguien te ve con la mirada perdida sin estar, aparentemente, haciendo nada, te conviertes en un bulto sospechoso.
Es como una alerta colectiva: “¡Cuidado! ¡¡Que ahí hay un tío pensando!!” y en muchas ocasiones tu familia o tus amigos te interrumpen de manera destemplada y en tono de interrogatorio policial te dicen: “¿Pero en qué estás pensandoooo? ¡Que te has quedao empanao!”. Porque, lo normal, a lo que nos invita el entorno, es a no parar. Y, si paramos, dirigimos la mirada al gran enemigo del pensamiento que es el teléfono móvil.
No tengo nada en contra del avance de la tecnología. Todo lo contrario. El móvil, Internet, el email, las redes, me han permitido montar mi empresa y comunicarme con muchas personas a las que tendría más lejos si no fuera por estos medios de comunicación que son como una lámpara maravillosa. Pero creo también que nos han quitado espacio no solo con los demás, sino con nosotros mismos.
Para mí, el principal problema de los móviles es que nos han robado minutos de reflexión, de darle vueltas a las cosas. Yo mismo, que estoy diciendo esto, uso probablemente el móvil mucho más de lo que debería. Y eso que, sobre todo en fin de semana, lo tengo más apartado de mi vida. Pero el móvil te invade y hace que, cuando nos quedamos sin batería, vivamos una angustia vital quizás superior a la del que se queda sin agua en el desierto.
Yo recuerdo los años en los que viajaba en avión todas las semanas como mínimo 2 veces. La gente me decía: “¡Menudo coñazo las esperas en los aeropuertos!”. Y, hombre, no voy a decir que me gustara que se retrasaran los aviones, pero sí puedo asegurar que me gustaban esos momentos de paz entre la prisa tremenda. Siempre llegaba al aeropuerto corriendo, con la angustia de perder el avión y, normalmente, cuando me recogían en destino, volvía a correr porque llegaba tarde a casa, o a una reunión o a una grabación en la que estaba todo el equipo esperando. Por eso, esas pausas aeroportuarias y el viaje en avión a mí me daban paz y me permitían leer tranquilo o, únicamente, sentarme a pensar.
Ayer le daba vueltas a esto del aburrimiento en los toros. Lo aburrido que tiene que estar uno en su vida para convertir en tu objetivo existencial el decir alguna cosa mientras la gente está callada y un torero se juega las pelotas en el ruedo. “¡Viva España!”, ”¡Viva el Rey!”, incluso: “¡Viva el 155!” que gritó uno el otro día y yo estuve a punto de contestar: “Por el culo te la hinco”. Pero me contuve.
Ayer era la corrida de la Beneficencia y, como es tradición, acudió el Rey Felipe VI. Lógicamente, el afecto al Monarca y el aburrimiento vital de decenas de aficionados hizo que hubiera más gritos que los habituales y, cada minuto se oía un “Viva el Rey” un “Viva España” o un “Vivan los toros”, que no sabe uno si es un grito de apoyo a la tauromaquia, o de apoyo a los del Pacma. Pero fue muy curioso el momento en el que uno, que debía estar aburrido de cojones, gritó: “¡Viva la República!”.
La que se lió. En el delirio en el que nos ha instalado toda la mierda esta del Procès y de la convulsión política, miles de espectadores en vez de callarse o apoyar el ¡Viva!, se pusieron a pitar y a gritar: “¡Fuera, fueraaa!”, como si el hecho de ser republicano, le redujera a uno el derecho a sentirse tan aficionado como los demás. Yo no soy republicano. Tampoco es que sea un monárquico de los de tatuarme una corona en la nalga. Pero me da muchísimo por saco que los aficionados a los toros demos la razón a los que piensan que somos unos casposos sin remedio.
Yo sentí vergüenza. Y estaría bien que los que ayer abuchearon al que gritó ¡Viva la República!, soltaran hoy el móvil un ratito y reflexionaran sobre el tema. Pero me da que no les va a pasar. Así que mejor me callo, no sea que uno de estos me esté leyendo, se cruce conmigo esta tarde en los toros, y me introduzca su celular por el recto.