No me digan que no han pensado alguna vez en pincharles las ruedas a los cenutrios que entran en las rotondas como si se enfrentasen a la última curva del último Gran Premio de sus vidas. Hace falta tener muy alterado el cromosoma del simio para hacer esas maniobras como si no importase llevarse por delante un coche, una moto, o a cualquiera al que le esté dando por cruzar un paso de peatones en alguna de las salidas de la rotonda.
Lo tengo comprobadísimo. Si tú entras en una rotonda a velocidad de ser humano sin problemas de autoestima, lo normal es que permitas que otros vehículos puedan acceder a la glorieta y haya así un tráfico más fluido. Con los bobos hiperhormonados, lo normal, es que, si a ti te da por salir prudentemente, te lleves un golpetazo o, como mal menor, una retahíla de insultos. Lo he presenciado varias veces. El capullo con prisas debe detenerse porque a alguien le ha dado por intentar entrar a la vez que él en la rotonda. Si se quedan ambos vehículos cruzados, el hormonado (por lo general, hombre de entre 20 y 50 años) grita desgañitado sin explicarse cómo al otro ser humano se le ha ocurrido la osadía de intentar compartir con él el espacio rotondal, si es que se puede usar semejante palabro.
Es algo que nos pasa mucho a los hombres. Vaya, no me refiero al género humano, sino al sexo masculino. A los que tenemos pito. No sé qué extraño gen es el que nos hace siempre esperar que pare el otro. Lo de la ley del embudo; lo gordo para mí, lo estrecho para los demás. O el muy tradicional “veo una minipaja en una pestaña de tu ojo, pero ni me doy cuenta de la pedazo de viga que llevo incrustada en el mío”. En definitiva; la autocomplacencia. A este imbécil de la rotonda ni se le ocurre pensar que, quizás, no tiene razón y que, si hubiera entrado a menor velocidad, probablemente no habría habido un cuasiaccidente. El problema es que este tipo de vomitonas de ADN no sólo nos pasan al volante. Es algo constante y que vemos asiduamente en la vida cotidiana y últimamente, con demasiada frecuencia, en la política. Por ejemplo; hay frases que soltadas por un político tienen una consecuencia y, soltadas por otro, pasan inadvertidas. Supongamos por un momento que un líder de un partido fascista (ignoro quién lidera actualmente a los fascistas en España) dijera: “Lo que no hemos ganado en el Parlamento, tenemos que conquistarlo en la calle”. Probablemente y con mucha razón, decenas de políticos de diferentes partidos, líderes de la comunicación y artistas de muy diversa procedencia habrían puesto el grito en el cielo y habrían solicitado para el susodicho fascista medidas cautelares y hasta la prisión inmediata por hideputa. Ahora, eso mismo lo dice el líder visible del Partido Comunista de España y, por un extraño e incomprensible sortilegio, no pasa nada y es una reclamación totalmente legítima de la soberanía popular que es lo que piensa, desde su autocomplacencia, el autor de la frase; el Coordinador General de IU Cayo Lara. Es que Cayo Lara está convencido de que esa frase, en su boca, es una proclamación de amor al prójimo y a la democracia y, en boca de un facha de mierda, es un atentado contra la paz ciudadana. Cuando a mí, por cierto, me parece que, en ambos casos es una demostración de falta de sentido de la democracia verdadera que es algo que, por lo general, escasea entre fascistas y comunistas. Claro que la autocomplacencia es muy masculina, pero también hay algunos ejemplares femeninos que la bordan. Sin ir más lejos, la inigualable Mª Dolores de Cospedal. No sé si ha visto alguno de ustedes la rueda de prensa del pasado lunes en la que intentaba explicar el pago de una indemnización-sueldo y de la seguridad social a Luis Bárcenas cuando, según el PP, no ocupa cargo en el partido desde hace años. Merece la pena verla porque es un ejemplo perfecto de lo que hablo. Si, en un caso parecido en el PSOE, un portavoz socialista hiciera un ridículo similar al de Cospedal, no le habría quedado hueco en el pecho para los puñales que le habrían llegado desde la bancada del PP. Sin embargo, en su autocomplacencia de “somos los mejores y tenemos razón” la Secretaria General del PP explica sin explicar, haciéndose un lío de tres pares de escrotos, y se va a su casa tan feliz.
Me recuerdan estas condescendencias con uno mismo a un cura, no diré de qué pueblo, que está gordo como un trullo y come de manera ansiosa y desproporcionada. Los clérigos, aunque sean hombres de vida piadosa, también son humanos con pito y caen frecuentemente en la autocomplacencia. Tanto que, una vez, una amiga mía viendo al abate comer como un jabalí le dijo: “padre, pare ya de tragar, que eso es gula”. El cura, mirándola con suficiencia y sin parar de masticar le contestó: “Hija, ¡Anda que no hay que comer pa pecar de gula!”. Y se quedó, y pocas veces se usará más adecuadamente esta expresión, tan ancho.
Pues eso.
PECAR DE GULA
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