MI PRIMER FIN DEL MUNDO

Esta cabra está dedicada a una de las lectoras caprinas más fieles; mi amiga Rosa Patier.

Está mal visto llorar. Y no sólo que lo hagamos los hombres. No sé por qué una de las frases que más se utilizan en el mundo es: “no llores”, dirigida a niños, mujeres u hombres que, en un momento de congoja o desasosiego echan unas lagrimillas. Es cierto que hay gente que tiene una facilidad tremenda en los lagrimales. Mi mujer, por ejemplo, ha llegado a llorar con el anuncio navideño de turrones El Almendro. Exceptuando a mi amada esposa, no conozco a nadie capaz de emocionarse con un estímulo de 20 segundos escasos, pero ella lo hace. Y con frecuencia su lágrima fácil provoca el choteo familiar empezando por su marido y terminando por su hija la pequeña. Quizás detrás del choteo está el intento de no acabar también nosotros llorando o, sencillamente, la tendencia que todos tenemos a pensar que el llanto es un síntoma de debilidad o de algo no bueno. Por eso, al que llora, habitualmente le pedimos que deje de hacerlo. Pero el llanto puede ser muy reconfortante y, en ocasiones, el lacrimoso acaba reclamando a gritos su derecho frente a los que le piden que deje de llorar.
Algo parecido a lo que cuento sucedió en mi casa durante una cena poco antes de las Navidades pasadas. En aquellos días miles de apocalípticos del planeta estaban anunciando el muy cercano fin del mundo y otros miles de creyentes en la hecatombe vivían con zozobra preparando sus maletas del otro mundo, sus espíritus para El Juicio o, directamente, su suicidio colectivo para ahorrarle trabajo a La Parca. La cuestión es que había en el ambiente un canguelo disimulado, un “a ver si va a ser que sí” que tenía en un cierto nivel de aprensión a una parte de la humanidad. Y a bastantes niños.
Era en mi casa, como decía, la hora de la cena. Estábamos toda la familia hablando de lo que nos había pasado a lo largo del día y mi hija Macarena, que tiene 11 años, estaba un poco mohína. Era raro porque es una niña muy alegre, pero estaba tristona. Entre tanta gente comentando los sucesos de la jornada, nadie le hacía mucho caso hasta que ella empezó a hablar. “Es que yo no quiero que se acabe el mundo”. Tal afirmación fuera de contexto, con una albóndiga en la boca puede llevar al atragantamiento, así que, después de tragar le dijimos. “¿Pero de qué hablas?” Y la niña se soltó. Empezó a contar lo que había ido oyendo por ahí, lo que le habían dicho sus amigos, lo que había escuchado en vete tú a saber qué programa de televisión. Lo cierto es que Macarena tenía la pobre encima un apocalipsis mental en forma de empanada que le estaba haciendo sufrir realmente. “Es que yo no quiero dejar de veros” dijo de repente.
Ante una frase como esta, a un padre se le ponen los ojos como a Heidi cuando iba arrancar a llorar y babea con su hija.
Ante una frase como esta, un adolescente hermano mayor de la susodicha; machaca. “¿Pero qué dices, niña? Eso son chorradas. Qué fin del mundo ni fin del mundo. Macarena, eres una cría (que, aunque mi hijo no lo sepa, es un pleonasmo).”
La discusión se fue trufando con afirmaciones despectivas del estilo de “ya lo dijeron en 2000 y no pasó nada” o esa típica sentencia tonta de “pater omnipotens” de “tú tranquila, hija, que no va a acabarse el mundo”. Claro, como si yo lo supiera. Pero Macarena está aún en esa fase última de la infancia en la que sigue creyendo que sus padres, de verdad lo sabemos y lo podemos casi todo. Esa etapa en la que los hijos nos otorgan a los padres poderes paranormales como, por ejemplo, el de la adivinación. Aún así, no siempre uno es capaz de convencer a sus hijos de sus dotes para adivinar el futuro y Macarena se puso a llorar. Entre lágrimas, mientras los demás le soltábamos frases huecas animándola y pidiéndole que no llorara, Macarena nos dijo “¡¡Bueno, pues este es mi primer fin del mundo, así que dejadme llorar en paz!!”.
A mí, aparte de que me hizo mucha gracia, la frase, tan contundente reclamando espacio para llorar, me provocó ciertas reflexiones. Y entre pensamiento y pensamiento fui pariendo esta cabra que hoy les acompaña.
Por eso, el día aquel del primer fin del mundo de mi hija Macarena respeté su petición de que la dejáramos llorar en paz. Y lloró. Gracias a eso probablemente estará más serena cuando le toque su segundo fin del mundo, que, sea con los Mayas, los Davidianos, con los Troyanos, o con los adventistas, le tocará mucho antes de que cumpla los 18.