Ayer me pasó. Me metí en el ascensor de casa y, nada más entrar, lo percibí. Era un olor denso. Con un punto dulce y, como diría uno de esos enólogos horteras de Wikipedia, con un retrogusto a alcachofas podridas. Vamos; un pedo de campeonato. Un cuesco contundente, rotundo, mayúsculo; de esos que se agarran a las paredes del elevador como los percebes a las rocas.
Estaba en la planta -2, la de mi plaza de garaje y, a pesar de que recé para que el ascensor no se detuviera, le dio por pararse en la 0. Se abrieron las puertas y vi, con espanto, que una vecina me decía con gesto alegre: “buenas tardes” y se metía en el ascensor. El gesto alegre le duró a la pobre lo que tardó en inspirar porque, enseguida, cruzó el rictus y me lanzó una mirada que mezclaba pena, asco, estupor y un pensamiento que asociará para siempre a mí; “este tío es un cerdo”.
Yo no fui capaz de decir nada porque, en esas décimas de segundo eternas de los momentos críticos, repasé varias frases y todas me parecieron penosas; “no es mío”, “¡cómo huele!, ¿Verdad?” o “hay gente que es muy cerda”. Estuve a punto de decirlas todas y no pude soltar ni una. Al llegar a la 2ª planta abandoné el ascensor con cara de desolación, lleno de vergüenza y con un sentimiento de culpa, que no era mío.
Y, no sé por qué, mientras introducía la llave en la puerta de casa, me acordé de nuestros políticos y del tristísimo espectáculo que están dando con esto de los pactos para formar gobierno. Creo que los ciudadanos hoy estamos con la misma cara que se me quedó a mí ayer en el ascensor. Nuestros políticos se han tirado un pedo monumental, se han bajado del ascensor y han hecho que nos metamos ahí los ciudadanos. Y han entrado nuestros vecinos y vamos a acabar todos con la sensación de que la culpa es nuestra, aunque nosotros no seamos los autores del cuesco.
Aquí parece que es que los ciudadanos hemos votado mal y que hace falta que repitamos las elecciones. Que no es eso, coño. Que lo que os dijimos los ciudadanos es que os pongáis de acuerdo. Yo tengo claro cuál es el pacto que querría; PP, PSOE y Ciudadanos, pero, en el fondo, lo que quiero de verdad es verles ceder a todos. Y que dejen de salir de las reuniones poniendo cara de santos y diciendo: “Que quede claro: si no llegamos a un acuerdo la culpa no es mía. La culpa es deeeee:…..” y pongan ahí el nombre que quieran.
Porque nuestros políticos son unos profesionales admirables en el “pío, pío, que yo no he sido” y me veo yendo a votar de nuevo dentro de un mes y pico con todos estos dando lecciones de madurez política aunque no hayan sido capaces de llegar a un acuerdo en 5 meses. Yo puedo entender un malestar inicial porque, para todos, los resultados fueron peores de lo que esperaban.
El PP perdiendo millones de votos y decenas de escaños. El PSOE sin llegar a 100 diputados en un resultado histórico, por el hostión. Podemos, porque pensaban que iban a forzar un gobierno de izquierdas y no han llegado a tanto. Y Ciudadanos porque creían que iban a ser bisagra y son un pequeño pernio. Pero a estas alturas todos deberían haber asumido ya lo que hay. Quizás esa intolerancia a la frustración les venga de falta de entrenamiento.
Hombre, Rajoy ya tuvo lo suyo en 2004 y 2008, pero pienso que, el haber tocado pelo, le tiene ahora en un sinvivir y no se ve en otro sitio que no sea la Moncloa. Pero a los demás quizás les habría venido bien tener frustraciones desde la tierna infancia. A mí, por ejemplo, me pasó con 5 años. Yo, como la mayoría de los que nos dedicamos al periodismo (y a la política) tenía, desde pequeño, un acusado afán de protagonismo, de ser el jefe, de ser el niño bonito. En mi caso, eso quizás proviniera del hecho de haber nacido en una familia numerosa en la que recibir un trato especial resulta complicado.
La cuestión es que, estando yo en el último curso de preescolar, nos anunciaron que, en la función de fin de curso, íbamos a hacer una corrida de toros. Yo, que era ya muy aficionado, desde el primer momento asumí que el papel del matador iba a ser mío. Mis padres me habían regalado por mi quinto cumpleaños una muleta, un estoque y una montera y yo toreaba de salón con ciertas maneras. En el cole, cuando jugábamos a los toros (entonces en los coles se jugaba a los toros), yo siempre era uno de los matadores.
Y el día en el que nuestra profesora anunció el cartel yo me fui hundiendo cada vez que iba pronunciando los nombres. No fui el torero, ni el picador, ni un banderillero, ni el caballo de picar, ni el toro. En mi diminuta estupefacción escuché a mi profesora decir: “Cahloh GarsíaHirfe: Monosabio”. Y se me cayó el mundo encima. Mi amigo Lalo, que no sabía ni dónde tenía los cuernos el toro, iba a ser la gran figura y yo, el fino estilista de la muleta, iba a ir, vestido de rojo y azul, ayudando al picador y al caballo a recibir la embestida del toro.
Pasados el estupor y la vergüenza, yo, que ya era un optimista sideral, decidí que iba a ser el mejor monosabio del mundo y allí fui a hacer mi papelillo y a ver luego, desde la barrera, cómo mi amigo Lalo cortaba las dos orejas y el rabo y salía a hombros entre ovaciones atronadoras. Yo creo que a nuestros políticos les toca asumir que no todos pueden ser matadores y que uno puede hacer que la función sea un éxito aunque los focos estén apuntando a otro. Pero no sé por qué me da que van a acabar diciendo: “De monosabio, que se ponga tu madre”.
Por cierto, antes de terminar. Hoy en Madrid, a las 8 de la tarde, en la Iglesia de San Antón, el Padre Ángel celebrará una misa funeral en memoria de Gaspar Rosety. Adela, la mujer de Gaspar, me ha pedido que os diga que todos aquellos que admiraban a Gaspar y quieran acompañar a la familia, están invitados a venir a dar gracias por la vida de un gran tipo que se nos ha ido demasiado pronto.