“¡Ojalá se caiga tu avión, hijopuuuutaaa!”. No crean que esta frase la soltó alguien contra el piloto de un bombardero en una zona de guerra. Ni tampoco una persona alterada ante la presencia de un asesino en serie o yo qué sé qué persona malísima. No. Este deseo ferviente de una muerte cruel se lo manifestó anoche un aficionado al árbitro que dirigía el partido de Champions entre el Madrid y el Manchester City. El botarate estaba sentado justo detrás de mí y se tiró todo el partido gritando, insultando, defecándose en las más diversas meretrices, madres y padres de jugadores del equipo inglés e, incluso, en familiares cercanos de algún miembro de nuestro propio equipo. Sin temor a equivocarme puedo decir que debió gritar “hijopuuutaaa” al menos 60 veces y otros insultos y tacos muy variados en otras 150 ocasiones. Pero alcanzó su cénit gilipollal con ese anhelo de ver morir al colegiado en un accidente aéreo. Ahí me volví pensando en decirle algo. Y el tío era un mierda. Vamos; de esos que en las peleas callejeras se definen como: “No tiene ni media hostia”, pero, al observar el tamaño que alcanzaba su yugular por la tensión que llevaba encima, preferí terminar la noche en paz y no ponerme a educar a uno que, me temo, ya no tiene remedio.
Es cierto que yo llegué al Bernabéu con el día sensible. Justo a la hora del partido se cumplía un año de la muerte de uno de mis mejores amigos, Jesús Hermida, y llevaba yo varios días revuelto. Ayer me acordé especialmente de él y sabía que en el minuto diez de la primera parte haría un año exacto. La congoja del momento quedó bastante apaciguada con el 15º insulto a la madre del colegiado, el 5º “cabrooooónnn” y el 7º “cagontuputopadreyentuhermanalaguarraaaa” por parte del desaforado de la fila de atrás. Pero no era sólo el aniversario lo que me tenía blando. A primera hora de la tarde había estado haciendo una entrevista a una mujer que padece el síndrome de Von Hippel Lindau. Es esta una de esas enfermedades raras que, hasta hace dos días, nadie investigaba y que, gracias al esfuerzo de unas cuantas personas, se está empezando a conocer. La que me ha liado en esto se llama María Gómez Berruezo y, después de que su marido falleciera víctima de este síndrome, decidió dedicar parte de su tiempo a conseguir fondos para investigar y a lograr que más gente sepa lo que es esta enfermedad que suena a cuento de nuestra infancia, pero no siempre tiene final feliz. Se trata de una enfermedad que va provocando tumores en distintas partes del cuerpo y que, si no es bien tratada y diagnosticada a tiempo, se complica de una manera tremenda.
Ayer estuve durante un buen rato con Ana Villar. Lleva yo qué sé cuántas operaciones en el cuerpo y es de las personas que empezó a tener síntomas cuando casi nadie conocía el síndrome Von Hippel Lindau. Eso ha provocado que Ana padezca unas secuelas que, probablemente no habría sufrido si hubiera habido más investigación, mejores diagnósticos y tratamientos más atinados. Ana habla con la franqueza de los supervivientes y me dijo varias cosas de esas que se te clavan en la boca del estómago. O en la parte baja del corazón. Que por ahí anda. Me dijo que había mandado una carta al Ministro de Sanidad pidiendo más dinero para investigar y le decía algo tan sencillo como : “Haga algo, porque nos morimos”. Le pregunté por la esperanza y por el futuro y me dijo que tenía esperanza pero que ella no pensaba mucho en el futuro porque, para ella, está exactamente a un palmo de su nariz. Y estaba sonriente. Y nos reímos unas cuantas veces porque, a pesar de las secuelas de la última intervención, a pesar de que no puede levantarse, a pesar de que se alimenta por sonda nasogástrica desde hace 3 años, Ana mantiene intacto su sentido del humor. Sólo se puso muy seria cuando exigió al gobierno que investigue y cuando le pregunté si había antecedentes del VHL en su familia. Me miró fijamente y me dijo: “He sido la primera y espero que la última”.
Pues eso. Salí del hospital pensando en la cantidad de veces que tenemos que dar gracias a Dios por estar vivos y sanos. Y me fui pensando en las cosas importantes. En esos miles de refugiados a los que no estamos haciendo ni puñetero caso, aunque hagamos lo posible por lavar nuestras conciencias de Europeos occidentales con propuestas como el Nobel de la Paz para los habitantes de la isla de Lesbos o como esas gilimultas que se van a imponer a los países que no acojan a los refugiados que les toquen. ¿De verdad no sentimos vergüenza cada noche al irnos a la cama viendo que nuestros políticos miran para otro lado? Bueno, miran ellos y miramos en el fondo nosotros. Porque es difícil dormir sabiendo que, mientras nosotros nos preparamos el vaso de leche, o el último Gintonic, o nos lavamos los dientes, hay miles de padres y madres que intentan dormir a sus hijos entre el barro y el frío. Y, lo que es peor, sintiendo que los que deberíamos estar acogiéndoles, les rechazamos activamente o nos ponemos de perfil mientras silbamos algo en plan tirorirotiroriro. Yo me avergüenzo de Europa y voy a darle una vuelta a ver cómo, desde la pequeña isla de mi familia podemos hacer algo por esa gente. Odio la expresión de “aportar mi granito de arena”. Me dan ganas de disparar con ametralladora cuando la oigo, pero pongamos lo que sea; un granito, un ladrillo o una viga del tamaño de la quilla del Titanic. Lo que sea. Pero voy a hacerlo ya.
LO IMPORTANTE
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