IMBEROSÍMIL

Duele al leerlo. Pero no se me ocurría otra manera de arrancar la explicación de una de las cosas más raras que me han pasado en mi vida. Había pensado en titular con “Burrocracia”, pero han debido ser como 100 los articulistas que han hecho ya ese juego de palabras. Por eso he preferido unir los términos imbecilidad e inverosímil y dejar de la lado la evidente “burrocracia” que se esconde en lo que voy a contar.

Hoy termina el plazo para hacer, en período voluntario, el pago de determinados impuestos municipales del ayuntamiento de Madrid. Anteayer pagué a través de la web madrid.es dos impuestos de vehículos de tracción mecánica; uno a nombre de mi empresa y, otro, a nombre de mi familia. Y todo fue como la seda. Una vez que la web me confirmó que ya había pagado esos impuestos de 2018, me ofrecían la posibilidad de domiciliar esos recibos y, como ya tengo algún otro impuesto domiciliado dije: “pues venga”. Realicé la gestión sin ningún problema y el sistema me anunció que me enviaban un par de emails de confirmación.

El primer temblor kafkiano me vino al leer en esos correos que ambos recibos se me iban a cargar en 2018. ¿? Lógicamente me surgió la duda de si me iban a cobrar dos veces un mismo impuesto y, para quitarme esos miedos de ciudadano prejuicioso, llamé al 010. Primero me atendió una señorita a la que le conté el asunto convencido de que me iba a decir: “no se preocupe, caballero. Por supuesto, el sistema es inteligente y no se le va a cargar dos veces el mismo tributo.” Pero no. La señorita me comunica que, se siente, pero que me van a pasar el recibo el 15 de junio. Y que no se puede hacer nada para evitarlo. Ante mi estupefacción a la moza solo se le ocurrió sugerirme que le dijera a mi banco que no pagara el recibo. Yo le aseguré que no iba a hacer eso porque me temía que esa negativa a un pago de una Administración, me generara un problema más grave y le reclamé a la funcionaria que, por favor, comunicara a la delegación de Hacienda el problema, con todos mis datos, para que se corrigiera. Y me contestó: “nosotros no podemos hacer eso, caballero.” Como el nivel de surrealismo iba ascendiendo le rogué a la muchacha que me pasara con algún supervisor y, un minuto más tarde, empecé a surrealismar* con una supervisora. Y todo para darme cuenta de que aquella burocracia de la que hablaban Larra y Kafka sigue vigente en el siglo XXI, al menos en Madrid.

La supervisora me explicó que no se puede hacer nada. Yo le insistí en que entendía que ellos, directamente, no puedan hacer nada, pero que no podía entender que ella no fuera capaz de trasladar a su jefe un mensaje tan sencillo como este: “Oye, los de hacienda la están cagando en su web y hay que decirles que arreglen este fallo. Y a este hombre, con DNI tal y con las matrículas cual, que no le pasen por banco los recibos de 2018 porque ya los ha pagado.” Pues no. Oigan. Que es imposible. Que ellos son un servicio de información. Yo, ya un poquito tocado de cojones y en un tono no muy simpático, le mostré mi incredulidad y le reclamé que, como servicio de información, informaran a la concejalía de Hacienda del absurdo. La funcionaria, que me dijo un par de veces: “si no quisiera ayudar no llevaría 12 minutos hablando con usted”, me confesó que no había manera de que ella comunicara a sus jefes tal información ni de que sus jefes comentaran el asunto a la concejalía del área. Que la única solución era presentar una reclamación. Yo, que me conozco el asunto, le dije que no pensaba presentar una reclamación que, imaginaba, iba a tardar siete siglos en ser gestionada y respondida y me prometió que no. Que iba a ser todo muy rápido y que podía hacerlo por teléfono. Mientras intentaba calmarme para no mandar a la porra a la funcionaria le dije: “Venga, pues vamos a presentar esa reclamación”. Y me dijo: “Espere un segundo”. Y se cortó la llamada.

¿Creen que volvieron a llamarme para pedir disculpas por la interrupción de la llamada? Por supuesto, no. Lógicamente tampoco me quedaron ganas de llamar de nuevo y volver a tener otras dos conversaciones surrealistas con otro/a telefonista y su supervisor/a y preferí, sencillamente, publicar un par de tweets contando el asunto y esperar a la Cabra de hoy. A los tweets no me han contestado ni los gestores de la cuenta del ayuntamiento, ni la alcaldesa Carmena. Y, a la Cabra, tampoco tengo muchas esperanzas de que conteste nadie, pero, oigan, desahoga.

Pero, claro, no sé de qué me sorprendo. En mi familia todavía nos estamos riendo/cabreando con una carta cariñosísima que recibió mi madre del ayuntamiento de Madrid. La copio aquí abajo para que se vea que no miento. Le daban muy respetuosamente a mi madre el pésame por la muerte de mi padre y le pedían que, por favor dejara de usar una tarjeta de esas de aparcamiento de discapacitados que le habían dado en los últimos meses de vida de mi padre. Por supuesto mi madre jamás usó esa tarjeta después del fallecimiento de su marido, pero ¿saben qué fecha tiene la carta? 7 de marzo de 2017. ¿Saben cuándo murió mi padre? El 5 de enero de 2011. O sea que, si el ayuntamiento tarda 6 años y pico en darse cuenta de que mi padre ha muerto, ¿cuánto creen que pueden tardar en darse cuenta de que se han equivocado cobrándome dos veces un tributo?

Se admiten apuestas y comentarios y, si alguien conoce a algún funcionario de Hacienda del Ayuntamiento, por favor, que me ayude a desfacer este absurdísimo entuerto.

*Surrealismar: verbo que me acabo de inventar para describir la acción de mantener una conversación extremadamente surrealista.

PALMAS DE TANGO

Me ponen muy nervioso. La verdad. Hablo de los que, en los toros en Madrid, se ponen a tocar palmas de tango, cuando todo el mundo está en silencio, para mostrar su desacuerdo con algo. Y lo hacen cada tarde, sobre todo en los alrededores del tendido 7. Se levantan, o se quedan sentados, pero ponen cara como de que están tomando una decisión muy trascendental para sus vidas (y para las nuestras) y tocan las palmas; plas-plas-plas, plas-plas-plas… A veces se quedan solos, pero, frecuentemente, hay decenas que les siguen. Son esos tíos listísimos que tienen la necesidad vital de compartir con los demás sus estados de ánimo y, además, dejar claro a la humanidad que ellos, que tienen una inteligencia y un conocimiento superior, se han dado cuenta de algo que, nosotros los normales, los simples mortales, no habíamos sido capaces de percibir. Yo creo, además, que sufren de enormes almorranas en silencio. Y ese silencio atronador de sus vidas cotidianas, lo desahogan en los toros y comparten con nosotros su enfado y su amargura.

Estos del tendido 7 me recuerdan a los políticos españoles. No por el padecimiento en silencio de sus hemorroides, sino por el hecho de que están convencidos de que, los demás, somos tontos del culo. Poniendo un par de ejemplos me van a entender perfectamente.

Caso “Casoplón”, y permítaseme la cacofonía. Iglesias y Montero, en vez de decir: “vale. Nos hemos equivocado. Perdón. No se volverá a repetir” se han liado a montar una consulta entre sus militantes para ver si estos aprueban que Papá y Mamá, que sus líderes del Politburó, progresen. Y han lanzado a los platós y a los estudios de radio a unos cuantos que van a defender lo indefendible. Y es patético ver por ejemplo a Monedero en la Sexta diciendo que estos han comprado el casoplón para proteger a sus hijos del acoso mediático de la caverna. Y fue muy triste escuchar ayer en RNE a Rafael Mayoral tragando saliva, muy nervioso, mientras decía cosas como que Montero e Iglesias deben seguir porque son de las mentes más brillantes del país y que sufren este acoso porque la ultraderecha quiere eliminarlos. Lo gracioso es oírles intentando escapar de las preguntas comprometidas yéndose, no por los cerros de Úbeda, sino por los de Vladivostok. Pregunta del periodista: “¿Le parece coherente que Iglesias se compre semejante casoplón después de lo que ha dicho durante años?”. Respuesta de cualquier líder de Podemos adherido inquebrantablemente al Tovarich Iglesias: “Si lo que me está preguntando es si es coherente que el PSOE permita que gobierne Rajoy, le diré que no. O que Ciudadanos demuestre que es la derecha cavernaria…” O sea: le preguntas a uno si va a llover en Murcia y te contesta: “Si lo que quiere saber es si me gusta este jersey, debo decirle que prefiero los yogures de macedonia”. Y se quedan tan a gusto pensando que el periodista es bobo (a veces nos pasa) y que los oyentes o espectadores tienen el cerebro de vacaciones.

Eso por no hablar de la Cospedal explicando la indemnización en diferido de Bárcenas o de cualquier líder del PP comentando lo de Zaplana que, enseguida, te sueltan: “ese señor ya no pertenece al Partido Popular”. Como decía anoche en “El Hormiguero” el gran Iñaki Gabilondo, la corrupción del PP es, para los políticos del partido, la mayor sucesión de casos aislados de la historia de la democracia.

Pues eso. Que piensan que somos gilipollas. Y algo de razón les damos porque, pese a todo, ahí siguen los dos grandes partidos recibiendo en cada proceso electoral millones de votos como si todo lo que ha pasado no hubiese sucedido nunca. Ese no saber medir las consecuencias de tus actos, ese no ser consciente de las cosas, te puede pasar con 8 años, pero no con 40. Y si te sucede con 8 o con 40 debes tener alguien cerca que te baje a la realidad y te explique que te estás equivocando. Yo, en eso tuve mucha suerte con mis padres. Siempre recordaré la enooooorme bronca que me echó mi padre una vez que yo, en mi infantil composición de lugar, decidí dedicarme al diseño de bisutería top-fashion.

Estaba preparando unas chapas para competir con mis amigos en las carreras. Las de las botellas de Cinzano eran magníficas, pero había que tunearlas un poco para que rodaran bien. A mí se me fue la mano en el tuneo y acabé dejando la chapa que parecía una lámina pasada por una prensa. Pero el conjunto me pareció bonito así que, acabé de machacar la chapa, le hice un agujero y decidí que iba a abrir una vía de negocio para forrarme. Mi padre, por aquel entonces, era director de una sucursal bancaria que estaba justo debajo de mi casa y yo me llevaba muy bien con los trabajadores, especialmente, con el botones. De manera que me fui a verle y le ofrecí el chollo de una magnífica tapa de Cinzano por 5 pesetas para llevarla como colgante. El pobre del botones, me la compró y a mí ni se me ocurrió pensar que la estaba adquiriendo por no hacerle un feo al hijo de su jefe. Cuando por la tarde llegó mi padre a casa me echó una de las broncas más grandes de mi vida. Y yo no lo entendía. “Pero si le he vendido una chapa chulísima y han sido sólo 5 pesetas”, protestaba. Hasta que mi padre dio con la tecla. Me dijo que había que pensar siempre en el de enfrente. Que el botones era simpático conmigo porque el muchacho era un encanto, pero, también, porque yo era el hijo del jefe y que, por eso, jamás debía pedirle a nadie nada que me fuera a dar quizás obligado por la jerarquía. Y que, además, había que ser consciente de lo que cuesta ganar el dinero. Me dijo algo que no se me olvidó nunca más: “yo te doy cada semana 25 pesetas por no hacer nada. Poco más de esas 25 pesetas es lo que gana cada día el botones por hacer bien su trabajo y lleva dinero a su casa para comprar comida”. Y me dejó sin paga tres semanas para que aprendiera lo que vale un peine.

YO FUI PERROFLAUTA

Yo les comprendo. Joder. Es que se vive mucho mejor como puto burgués que como perroflauta. Yo, que he sido ambas cosas, debo decir que el perroflautismo tiene enormes ventajas durante la juventud. Al menos en mi época joven, si no eras Adonis (y no era mi caso), había dos estrategias casi imbatibles para ligar: una era ser un pijazo con Ford fiesta blanco y jersey amarillo, aunque fueras un mamón. La otra opción era la de enredar a las niñas disfrazado de una mezcla de poeta maldito y activista bolchevique algo peligroso. Tenía que gustarte Silvio Rodríguez y debías tener un discurso anti-burgués aunque tu padre fuese presidente de una empresa del Ibex, que entonces, por cierto, no existía. No digo que yo fuera un Don Juan de la Gauche Divine, pero aquello funcionaba. Lo que ocurre es que, llegada una edad, cansa. Y uno, en cuanto puede, pues escapa. Y, por lo menos en mi caso, aquellas lecturas, aquellas reflexiones y aquellas vivencias en el lado izquierdo de la vida, me hacen tener hoy una postura ante la existencia diferente (no digo que mejor) que los que no han tenido esa experiencia de progre “comme il faut”. Esos pantalones de algodón, esas camisas cuello mao, ese tener que ir siempre en sandalias, alpargatas y otros calzados similares que me masacraban los pies…

Pero lo peor de ser perroflauta es que tienes un estrés tremendo porque todo el día has de representar tu papel y estar alerta por si alguien dice o hace algo excesivamente burgués para dejarle claro su error. Porque el perroflauta, por el simple hecho de serlo, tiene una altura intelectual y moral muy superior a la del resto de sus conciudadanos. Y el progre de manual, como el buen Scout, debe estar siempre atento para reaccionar ante la injusticia y aprovechar, en cuanto vea la ocasión, para soltar un discurso moralizante con esa verborrea rápida, intensa, contundente, bien construida y demoledora. Frases de esas que, si son pronunciadas ante un auditorio, acabas arrancando un aplauso aunque lo que digas sea que el brócoli te parece una verdura llena de virtudes nutricionales.

Y ese es el problema de Irene Montero y Pablo Iglesias. No es el hecho de que se compren un chalé en la sierra, que les alabo el gusto, sino que lo hacen dos profetas que han estado años defecándose dialécticamente en esa casta asquerosa que vive en chalets. Ellos (y sus colegas) en un patético intento por vestir la mona de seda, sueltan chorradas como que lo compran para vivir y no para especular, pero, hombre, que el prototipo de leninista amable se compre el mismo chalet que se podría comprar el prototipo de falangista antipático, pues choca. ¿Creo yo que una persona de convicciones de izquierda no puede vivir como un burgués? No. Me ha parecido siempre una gilipollez establecer ese tipo de sentencias. Pero no puedes ser el Padre Prior del convento, estar todo el día reprendiendo a tus hermanos por tener en su celda, yo qué sé, una foto de Beyoncé en camiseta mojada y que se te sorprenda un domingo por la tarde echando un polvo en la güisquería que hay al lado de la gasolinera. Y que Dios me perdone por el ejemplo.

Lo que quiero decir es que uno solo puede ir dando lecciones si es como Alberto Villa. Probablemente casi ninguno de ustedes lo conocerá. Fue uno de los más activos militantes del PCE en la clandestinidad durante el franquismo y, como pasó con muchos otros, cuando llegaron Carrillo y sus colegas del exilio, fue relegado a un quinto plano. Alberto era comunista convencido y era un hombre de una integridad absoluta y coherente hasta las últimas consecuencias. Era médico y montó con unos colegas una clínica con la que se habría forrado, pero lo hizo en cooperativa permitiendo que todos los que trabajaban con él disfrutaran de los beneficios. Era ateo, pero he conocido a pocos cristianos más puros que él. Podría haberse comprado 20 chalets como el de Montero e Iglesias, pero vivió, hasta su muerte, en un modesto piso en la Plaza de Castilla de Madrid. Y me imagino que, hoy, estaría sintiendo mucha vergüenza al ver cómo los que se supone que habían cogido el testigo de la integridad, de la política pura y del sentimiento noble están virando hacia la burguesía más clásica a velocidad de crucero.

No saben ustedes lo que me entretiene la estupefacción. Porque toda esta tontada del casoplón, al menos, nos ha quitado del pensamiento a Cataluña. Reconozcan que en las últimas horas han hablado más de la casita que del procés, pero yo aún me estoy preguntando cómo los catalanes han permitido que les pongan a Quim Torra de President. Vaya, por establecer una analogía, es como si en el 76, para buscar una solución al desafío que tenían por delante, SM el Rey hubiera elegido como presidente del gobierno, en vez de a Suárez, a Blas Piñar. Hace mucho tiempo que pienso que, si fuese catalán, estaría con una depresión-país de tres pares. Después de lo de Torra, creo, sinceramente, que estaría al borde del autoexilio.

Yo, más que al exilio, creo que voy a ir al otorrino. Definitivamente. Porque un día me van a dar una leche. El otro día estaba en la caseta de mi hermana en la feria de Sevilla y había un grupo cantando sevillanas. Eran buenos los tíos e, incluso, me parecieron realmente creativos y vanguardistas en sus letras, Una de ellas decía:

“En la fila del paro te he conosíoooo”

Sorprendido por la modernez y lo arriesgado del verso, lo comenté con una amiga de mi hermana que me miró con esa cara a medias entre “este tío es tonto” o “este se está cashondeando de mí” y me dijo: “Qué fila del paro ni qué niño muerto! Dice: en la Pila del Pato”, que, por lo visto, es una famosísima fuente sevillana. Así que voy a preguntar precios que creo que hay audífonos muy buenos, lo malo es que son caros de cojones.

CARAS

A mí me pasó. Que me reí. No sé cuántos de ustedes se rieron al ver el careto de Donald J. Trump al entrar en la sala de la Casa Blanca en la que, con una firma que acojona por lo retorcida, daba puerta al acuerdo nuclear con Irán. Hombre, nadie va a pedir que un Presidente de los EEUU sonría en una situación así, pero se puede poner cara de circunstancias, lo que se conoce como cara de póker, en vez de ese gesto de niño mimado que necesita decirle al mundo que está enfadado porque sus padres, los muy cabrones, le acaban de castigar sin Play. Es que es la típica cara que muestra un churumbel de 5 años si le dices: “Pon cara de enfadado”. Y ahí está; Donald John Trump sin piruleta. Lo malo es que el niño sin la piruleta, sin la Play o sin el balón es el presidente de una de las mayores potencias del mundo.

Ayer hablaba con mi amigo John F. Byrne que fue, durante muchos años, corresponsal de CBS en España y me decía que con Trump tiene la sensación de que está constantemente actuando en aquel reality show, “The Apprentice” que hizo para una tele norteamericana. Realmente juraría que John dijo: “sobreactuando”. Lo jodido para el planeta es que los concursantes somos nosotros y que el plató no es un estudio con un bonito decorado, sino la mismísima Casa Blanca. Y esto va en serio. Muy en serio. Es formidable la cantidad de gestos, frases, discursos y tweets en los que Trump habla con la verborrea propia de un vendedor de elixires. Con la misma ligereza con la que en su programa de TV podía poner a parir a un candidato, el líder estadounidense habla en el Despacho Oval de inmigrantes, de países en vías de desarrollo, de los misiles de Corea del Norte, de los aranceles o de la ruptura del acuerdo nuclear con Irán y otras naciones.

En fin; que volviendo a lo de las “caras de”, lo peor de todo esto es que, miras el panorama de los principales líderes mundiales y te corre un frío helador por el espinazo.

Putin. No sé si a ustedes les sucede, pero yo es que me imagino estar sentado en una silla de interrogatorios y que entre Vladimir, y le canto la Traviata, le confieso todos mis pecados y le reconozco que, sí, que fui yo el que mató a Manolete. Lo que pasa es que yo creo que Putin no ensaya esos caretos ante el espejo como Trump. Sino que esa cara de espía malo malo, de verdugo que disfruta con su trabajo, la trae de serie, como los coches el ABS.

Salvando las distancias, porque, de momento, líder mundial no es, otro que no sé si ensaya los gestos ante el espejo es el portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando. Porque es un hombre que parece que está cabreado el 90 por cien de las horas diurnas. Desconozco si cambia el rictus en las nocturnas porque tengo varios amigos comunes con él y me dicen que es un tío majo, hasta simpático. Pero yo francamente, no sé quién tuvo la idea de ponerle como portavoz parlamentario porque gasta un gesto chulesco que a mí, y a la mayoría de las personas con las que hablo, nos pone de los nervios. Es esa sensación irritante que produce ese tío que te encuentras montando un pollo en un bar y podrías apostar a que va a acabar dándole a alguien una leche. Que en el caso de Hernando, sin duda, esa leche se la daría con gusto a Albert Rivera. Porque esa es otra, la que les ha dado a los del PP con Ciudadanos. Es que le preguntas a un parlamentario de los populares si va a llover y te dice que la deslealtad de estos oportunistas de naranja puede provocar tormentas por el oeste. No sé yo si, estando en las filas del PP, dejaría de preocuparme tanto por los de Ciudadanos y empezaría a ocuparme un poco más de los de mi bancada.

Pero el careto más gracioso que yo he visto en los últimos años no vino de la política, sino de mi familia. Los cabreros más fieles sabrán que yo soy muy aficionado a la cocina y que, en torno a las Navidades, suelo hacer dulces típicos. Y para muchos de esos dulces, la base es la almendra. Un domingo estábamos en casa de mi madre partiendo almendras (a mí lo de comprarlas peladas me parece una pérdida de romanticismo) y, mientras varios íbamos trabajando, uno de mis sobrinos, el más pequeño, iba afanando almendras. Y le debían gustar porque hubo un momento en el que dije: “Javierillo no para de robar almendras, el tío se está poniendo morado”. El comentario tuvo su efecto porque el niño desapareció de la cocina. Al cabo de diez minutos apareció mi hermano Javier, el padre de la criatura, con esa mezcla de risa y babeo que nos da a los padres y nos cuenta la escena. Llevaba unos minutos sin ver a su hijo y lo buscó por la casa hasta que, de uno de los baños surgió una voz estresada que decía: “estoy aquíiiii”. Cuando mi hermano entró en el baño se encontró al niño mirándose al espejo con un gesto de profunda angustia. Javier le preguntó: “Pero ¿qué haces? ¿Qué te pasa?” Y el niño, con la naturalidad que le daban sus 4 años y con la voz agarrotada por la ansiedad, le dijo: “Aquí, mirando a ver si me pongo morado”.

COÑAZO DE VÍCTIMAS

Suena fuerte. Pero esto es lo que piensan muchos cuando se escucha a las víctimas del terrorismo quejarse. Y no es que se quejen porque sí, que podrían, sino que levantan la voz cada vez que a alguien se le olvida el calvario por el que han pasado tantos y tantas y sus familias. Pero somos unos cachondos. A nosotros, ese dolor se nos va olvidando. Ni recordamos ya cuándo fue el último atentado. No tenemos claro en qué año fuimos a la última manifa. Y, desde luego, no somos capaces de poner fecha, ni caras, al último atentado, al último asesino ni, mucho menos, a la última víctima.

Pero eso es lo que hace, cada día, cualquier persona que sabe que, aquel día, justo a aquella hora, aquel asesino mató a su hermano, su madre, su hijo, su mujer, su padre o su marido. Poner caras. Recordar con esa punzada de dolor, de rabia y de angustia en la boca del estómago. Y quizás alguna de las víctimas tenga ganas de perdonar, pero ninguna tiene la más mínima intención de olvidar.

Por eso las víctimas siempre levantan la voz. Y, cuando lo hacen, parece que están fastidiando la fiesta. Que son el amigo cenizo que todos tenemos que te dice “pues igual va a llover” cuando estás montando una barbacoa para 50. Ha pasado cada vez que ETA, en los últimos tiempos, ha hecho un anuncio de esos que darían risa si no estuviera todo rodeado de tanto drama. Que dejan las armas. Que se disuelven. Que dejan de hacer política. Es que me descojono. Es un como si un jugador de tenis que va perdiendo 6-0, 5-0 y 30-0 de repente dice que se retira por lesión. Y, cuando aparece en la sala de prensa va y suelta que lamenta mucho haberse tenido que retirar justo cuando estaba remontando. Y, si alguien le comenta: “oiga, que le iban a meter dos roscos. Que estaba usted fulminado”, se te mosquea y te dice que por qué le das por muerto, que aún tenía oportunidades.

ETA no se ha disuelto. ETA ha sido aniquilada por el Estado de Derecho. Por la determinación de los partidos políticos, por la ayuda de Francia, porque muchos de los que eran tibios les volvieron la cara y porque las víctimas han estado siempre ahí, pendientes, para que no hubiera ni un solo paso atrás. A mí me tocó vivir como periodista muchos de los peores años de ETA. Informar con un nudo en la garganta de atentados que te ponían los pelos de punta. Acudir a Euskadi en aquella época en la que el silencio de la Mafia lo ocupaba todo. Cuando, si salías por la tele en una “cadena Fascista”, tenías que irte por piernas de determinados bares en determinadas zonas de Bilbao, como nos pasó una noche previa a unas elecciones autonómicas. O, cuando estuve un fin de semana con mi mujer y unos amigos y, literalmente, tuvimos que huir del Casco Viejo de San Sebastián, porque eran insoportables las miradas retadoras, los murmullos o, directamente, los insultos que proferían algunos valientes a mi paso.

Y que no nos vengan ahora con coñas. Ni disolución, ni tampoco es que ETA haya acabado porque así lo ha querido el pueblo vasco. Ese pueblo vasco fue muy cobarde, de manera mayoritaria, en los años de plomo. Muy cobarde. Unos callando. Muchos mirando para otro lado. Otros tolerando la violencia como algo normal porque “es que no entendéis el problema vasco”.

Y ETA empezó a acabarse el día en el que los padres de los “chicos de la gasolina” comenzaron a pagar cuando los cabrones de sus nenes quemaban un cajero o la sede de un partido político, o el coche de un militante de PSOE, PP o cualquier formación política no correcta.

ETA empezó a acabarse el día en el que los partidos constitucionalistas decidieron ir de la mano a las elecciones y subir al gobierno a un socialista, después de años de gobiernos nacionalistas condescendientes con los violentos.

ETA empezó a acabarse el día en el que Francia colaboró para descubrir los lugares en los que se escondían los terroristas y cuando ayudaron a desarticular el entramado financiero y de extorsión de aquellos mafiosos de mierda.

ETA empezó a acabarse cuando se cambió la Ley y se denominó terrorismo a muchas cosas que, hasta entonces, nadaban en un agua indeterminada. Y se dijo entonces que aquellas leyes iban a ser peores, porque iban a traer mártires de la lucha del pueblo vasco. Y no. El día en el que un Estado se pone firme. El día en el que pagas por lo que estás haciendo mal. El día en el que vas a prisión o te embargan tus bienes… ese día empiezas a no tener tanto apoyo popular.

Y así se terminó ETA. Así. Y ya pueden leer comunicados el hijoputa de Ternera y la hijaputa de la Iparraguirre. Ya pueden hacer eventos internacionales como el truño del teatrillo de hoy en Francia. Ya pueden contar todas las milongas que quieran. No os vais. Os hemos echado. No os disolvéis. Os hemos aniquilado. Y no tendréis el perdón de nadie hasta que no pidáis perdón de verdad y hasta que no ayudéis a que se resuelvan todos los crímenes que cometisteis. Y nadie os va a reclamar que devolváis el dinero, el tiempo y la alegría que robasteis a tantos y tantos. Pero por lo menos no penséis que somos imbéciles.

Somos, todos nosotros*, los que os hemos ganado. Y, por la memoria de las víctimas, aquí vamos a estar, firmes, hasta que decidamos que, de verdad, esto se ha acabado. Y, entonces, seremos nosotros los que lo anunciaremos.

* Perdón por este plural que, ni es mayestático, ni de modestia, sino de sentimiento.