Ya sé que no queda muy fina ni ortográfica la cosa, pero eso es lo que se les decía, en mi infancia malagueña, a los recién casados que no anunciaban, en los primeros meses de matrimonio, la feliz noticia de un embarazo. No “ajonda”. Era la manera muy gráfica y muy simple de hacer ver que en el hecho de que una pareja no tuviera descendencia podía influir, de modo determinante, la capacidad del varón de ahondar ya podrán imaginar dónde. Pues no ajondamos. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2017 se redujeron los nacimientos en un 4,5% y aumentaron las muertes en un 2,3%. O sea; que nos morimos más que nacemos. Y eso, con la superpoblación que empieza a haber en el mundo, podría no ser una mala noticia. El problema es que esa falta de nacimientos a lo que conduce es a un envejecimiento constante de la población y, por tanto, a una reducción constante también del número de trabajadores potenciales. Lo malo es la tercera constante; que cada vez son más y más longevos los ancianos. Vaya; no me miren como si fuera el Doctor Mengele. No quiero decir que me parezca mal que nuestros mayores vivan más. A lo que voy es a que, si ya hoy empieza a ser insostenible el sistema público de pensiones, imaginen lo que va a ser dentro de 30 años, si seguimos con estas cifras tan penosas.
Por eso hay que dar las gracias a todos los jóvenes que toman la decisión de traer hijos al mundo, aunque muchos digan que no merece la pena colocarlos en un planeta tan complicado como este en una época tan jodida como esta. Yo soy más optimista que todos los agoreros. Sé que nuestros hijos y nuestros nietos no lo van a tener fácil, que estamos haciendo mucho por cargarnos el planeta y que los líderes mundiales de los últimos tiempos no generan excesivo entusiasmo, pero estoy seguro de que nos adaptaremos y saldremos adelante. Bueno; saldrán, que imagino que dentro de 40 ó 50 años yo estaré fiambre aunque algunos nos digan que estamos cerca de vivir 120 años.
Los que van a estar seguro ahí son Leo y Manuel; los futuros hijos de Irene Montero y Pablo Iglesias. En un anuncio más del ¡Hola! que de la prensa política, el líder de Podemos comunicó ayer los nombres de los niños que están esperando. Yo, francamente, esperaba que los llamaran Vladimir o Ernesto (por el Che), pero, no sé si influidos por la marea mundialista, han cambiado de argentino y uno de sus hijos se va a llamar como Messi. La verdad es que me da igual cómo se llamen los churumbeles, lo que me alegra es que dos líderes de opinión como son la Montero y el Iglesias, se hayan animado a una paternidad que quizás ayude a muchos otros a dar un paso que no es fácil. Porque, verdaderamente, no es fácil tener hijos en España.
Ya podría tomarse en serio este asunto el divino Pedro Sánchez que sigue alimentándose de la púrpura y se le ve tan crecido que empieza ya a caminar con el aplomo de un JFK de Tetuán (no la ciudad, sino el barrio en el que creció el Presidente del Gobierno). El tema de la natalidad es un asunto de Estado. Y así debe plantearse. Porque, hasta que no sea un asunto político de primer orden, no se tomarán las medidas que fomenten, en serio, un aumento de la natalidad. El problema es que, hasta ahora, la mayor parte de esas medidas van contra el lomo del empresario y el Estado (que sería el principal beneficiado de un aumento de los nacimientos) mira para otro sitio cuando se exigen acciones que lleven a las parejas jóvenes a buscar descendencia.
Mientras llega ese momento, deberán estar de acuerdo en que lo de Pedro Sánchez es de nota. Para empezar ha conseguido que dos medios que le ninguneaban de una manera flagrante (El País y TVE) le traten ahora de un modo casi hasta grotescamente pelota. Para continuar se le escucha y se le ve cambiado. Ha mudado la crispación y el discurso encendido por una media sonrisa muy Clooney (“Es que el tío está bueno”, dicen mi mujer y mis hijas) y una oratoria reposada y madura. Si no tuviésemos tan presente su pasado inmediato, diríase que el líder socialista está mutando en una mezcla entre Barack Obama, Mahatma Gandhi y Santa Teresa de Jesús.
Pero volviendo a mi infancia y a los embarazos, recordaba anoche una de esas anécdotas familiares que le hizo mucha gracia a todo el mundo excepto a su protagonista, que fue mi abuelo Rafael. El padre de mi madre era un hombre bien parecido y alto aunque, en los últimos años había desarrollado una tripa oronda. Era a finales de los 70. La democracia permitió que las mujeres pudieran salir en las procesiones como nazarenas y, en muchas cofradías, hubo polémica con el asunto. La cuestión es que en mi familia era tradición acompañar en el Viernes Santo a la Venerable Orden Tercera de Siervos de María Santísima de los Dolores (Servitas). Y allí salíamos abuelos, tíos y primos con esas túnicas negras, capucha sin capirote y cirio. No sabemos dónde se produjo el momento, ni cómo pudimos enterarnos de aquello, pero mi abuelo regresó al templo indignado porque, a su paso, una niña malagueña, muy ilusionada con acabar un día saliendo de nazarena en una procesión, dijo: “Mira, mamá, fíhate si salen muheres, que hay hasta una embarasá”. Mi abuelo no le partió el cirio en la cabeza a la niña gracias a la intermediación de la Virgen de Servitas, pero creo que fue aquel el último año en el que el jefe de la familia González de Gor salió en procesión.