Pobre Greta Thunberg. Y qué desgracia tiene de que le hayan tocado unos padres que han permitido que su niña se convierta en un icono mundial, en vez de seguir disfrutando de una infancia que, según dijo en su discurso ante la ONU anteayer, le han robado.
Y me dio una especial pena esta semana porque ha coincidido con una feliz celebración familiar; la llegada de mi hija Macarena a la mayoría de edad el pasado lunes. Le hice un vídeo sobre su vida en el que pude comprobar que hoy se me sigue cayendo con ella la baba igual que aquel 23 de septiembre de 2001 en el que le daba su primer beso en el hospital en el que nació.
Cuando el martes vi las noticias sobre el discurso de la pobre niña sueca, me dio una pena enorme comprobar cómo los habituales de la negación del cambio climático se cebaban con Greta insistiendo en las partes más caricaturizables de su discurso sobreactuado, forzado y dramatizado hasta lo grotesco. Porque prácticamente nadie escuchó el resto del discurso, que estaba bien armado y decía cosas muy sensatas.
Lo absurdo de todo esto, lo insensato, es que estas cosas las esté diciendo una quinceañera a la que, desde hace 2 años, adultos sin escrúpulos han convertido en lo más parecido que he visto a los pastorcillos aquellos que aseguraron que se les había aparecido la Virgen en Fátima. Parece obvio que la pérdida de poder de las religiones en Occidente está llevándonos a sustituir los credos tradicionales por otras creencias que son seguidas con igual fervor por las masas apasionadas. Y ahí podemos incluir de todo: el cambio climático y los que lo niegan, los nacionalismos excluyentes, los del feminismo radical y los que se oponen a las políticas de género, los que creen que hay que acoger al que lo necesita y los que opinan que hay que levantar muros para protegernos.
Ya en Occidente no se quema a nadie en plaza pública por sus ideas o su orientación sexual. Pero sí se quema en la hoguera de la opinión. Y se mata en la guillotina de las redes sociales. Y se tortura en el potro de las noticias falsas y de los bulos. Y en esas nuevas religiones todos buscan a pastorcillos a los que convertir en iconos. Venden mucho mejor las ideas, los credos y cualquier producto niños como los pastorcillos portugueses Lucía de Jesús, Francisco y Jacinta, o como el pobre Joselito, o Marisol o María Isabel, o, en la versión moderna del apocalipsis climático, la pre-desgraciada Greta Thunberg.
Y el martes, cuando pasé por el cuarto de mi hija Macarena para desearle buenas noches, pensé en la suerte que había tenido de poder escapar a una infancia como esa. Yo me pregunto en qué están pensando los padres de esta niña que, ante la ONU, en la parte más criticada de su discurso, decía “me habéis robado mis sueños y mi infancia” y aseguraba que ella “debía estar en el colegio al otro lado del Océano”. Y yo no puedo estar más de acuerdo. Solo que la culpa de que esa niña esté ahí no es de los políticos que no hacen una mierda contra el cambio climático (que tiene razón la pobre), sino unos padres irresponsables.
Unos padres probablemente enloquecidos por la emoción de que su hija sea un icono. Hay progenitores que hacen lo posible porque sus churumbeles, lleguen a ser ídolos del fútbol, el tenis, los toros o la canción y, en esa obsesión de éxito y celebridad, manejan a sus hijos hasta la náusea. Es lo que están haciendo los padres de Greta que, por parecerse aún más a los pastorcillos de Fátima, ha acabado acaparando hasta la atención del Sumo Pontífice.
Lo malo de todo esto es que, en el ruido, se nos olvida que, de verdad, estamos haciendo algo mal y que aunque los negacionistas ridiculicen a los alarmistas, cualquiera que sepa algo del clima, te dice que tenemos que proteger más al Planeta. Y debe ser cierto que algo pasa, porque una de las cosas que me hacen pensar que el fin del mundo se acerca es que, cada vez más, la corrección política nos bloquea y nos obliga a hacer auténticas gilipolleces.
Vean la manera en la que arranca la encuesta para el informe anual sobre la profesión periodística, que es un estudio que hace la Asociación de la Prensa para saber cuál es la situación actual del periodismo. Y tiene que ser muy jodida. Porque la primera pregunta es si eres hombre, mujer o si te “defines como no binario”. Que en la vida me habían hecho semejante pregunta.
Y, claro, puestos a quedar bien, no entiendo que mis compañeros marginen a los que también pueden sentirse bigénero, trigénero, género fluido o transgénero que son las restantes cosas que puede sentirse la persona que no se identifica ni como varón ni como hembra. Ignoro si es que, dentro del periodismo (que hay gente rara de cojones) son legión los que no se sienten hombre ni mujer, pero no entiendo que nos domine de manera tan tremenda ese intento de quedar bien, o no quedar mal, con cualquier colectivo.
Lo mejor en eso es ser como un par de amigos que van siempre haciendo rimas y, estando con ellos, no puedes decir ninguna palabra que termine en “inco”, “ones”, “otas”… porque te la clavan. Bueno, realmente, no puedes decir ninguna palabra que termine en lo que sea porque son capaces de sacar rimas insospechadas. Ellos, arrancando la encuesta habrían dicho, sin duda: “¿Binario? ¡Agárrame los huevos en el campanario!”.