Literal. Es un dolor que se agarra entre la garganta y el esternón cuando la congoja, la angustia, el enfado y la impotencia se te meten en el cuerpo. Y no te sueltan. Ayer murió mi suegra. Maite Cabetas. 83 años. Enferma de cáncer que estaba en pleno proceso de recuperación de su último ciclo de quimio. Estaba bien. Tenía sus dolores y la enfermedad le había impuesto unas limitaciones, pero seguía siendo independiente, haciendo su vida y dando cada día, a todos los que la rodeábamos, una lección de unas ganas de vivir imbatibles.
Pero el miércoles de la semana pasada comenzó con fiebre superior a 38º. Su médico siempre le decía que, con esa temperatura, debía ingresar en el hospital. Y allá la llevamos con su mezcla de pereza, pesadumbre y canguelo que conocen bien todos los enfermos de cáncer. El primer diagnóstico no fue del todo malo. Una infección de origen desconocido. Lo importante; ningún problema en los pulmones. Pero, en 24 horas, el Coronavirus apareció y convirtió el diagnóstico en un parte de guerra. La doctora le comunicó a mi mujer que mi suegra estaba gravísima, que las placas de pulmón habían empeorado de una manera terrible y que COVID-19 era el culpable de su neumonía.
48 horas más tarde, los síntomas obligaron a sedarla y ayer nos llamaron para comunicarnos que después de 3 días de una dolorosísima espera, Maite, por fin descansó. Y en estos 3 días hemos sido conscientes de lo que está siendo este drama de la crisis del Coronavirus para tantos miles de familias. Los hospitales están desbordados.
No podemos tener ninguna queja de la humanidad con la que se han portado con ella en su Hospital, aunque la situación es de tal caos que la información a las familias es, en casi todos los casos, un silencio prolongado y doloroso. Tanto que ayer, la primera llamada para comunicarnos que mi suegra había fallecido no la hizo un médico, sino un empleado de la funeraria. Y no es una queja. Entendemos que el coronavirus es un seísmo para nuestro sistema sanitario, pero es un síntoma evidente de que están absolutamente sobrepasados.
Estamos en unos días en los que nosotros, que vivíamos en un gozoso aburguesamiento mental, social y económico, estamos teniendo que aprender a aceptar lo que nos toque. El confinamiento, la soledad, no poder darle un abrazo a quien quieres. No poder velar a quien se muere. No poder recibir a los amigos y a la familia que quieren llorar contigo.
Yo creo que mi suegra fue, precisamente, durante toda su vida, un ejemplo de mujer que aceptó siempre lo que le tocaba vivir. Desde pequeña se fue adaptando en una familia llena de gente muy lista en la que una madre exigente animó a que todas sus hijas (eran 7) tuvieran las mismas oportunidades que sus dos hijos varones. Hizo carrera Universitaria en una época en la que la mayor parte de sus amigas se casaban y eran amas de casa. Fue la Catedrática más joven de España. Compaginó su trabajo y su familia y, varias veces, tuvo que reinventarse. Cuando se separó. Cuando se fueron de casa sus hijos. Y se fue adaptando siempre a todas esas cosas con una naturalidad asombrosa.
Me cuesta hablar de ella en pasado, pero Maite era una mujer muy inteligente, de fuertes convicciones, peleona, disfrutona, sonriente y buenísima conversadora. Era perseverante y tenía una mezcla curiosa de educación esmerada salpicada con un poco de nobleza baturra y otro poco de chulería madrileña que la hacía una mujer especial para sus amigos, para sus hermanos, para sus sobrinos y, sobre todo, para sus hijos y para sus nietos, a los que adoraba.
Mi suegra hacía todo bien con una tenacidad indómita. Se puso a jugar al golf a los cincuenta y tantos y acabó ganando torneos. Pero es que, con 80 años, seguía empeñada en mejorar y comenzó un cambio de swing con el que estaba feliz, hasta que el cáncer apareció en su vida y le obligó a dejar el deporte que le apasionaba. Comenzó a jugar al bridge también en torno a los 60, y era una jugadora temible que, cada dos por tres, llegaba a casa con botellas de vino o latas de espárragos cojonudos que ganaba en los campeonatos.
Y era una de esas personas que hacen amalgama. Seguíamos reuniéndonos en los almuerzos de los sábados y, al menos una vez a la semana, venía a comer o a cenar a casa. Siempre celebrábamos la Navidad con parte de sus innumerables hermanos. Era una abuela presente y millones de veces nos cubría en traídas y llevadas de hijos a clases, médicos, cumples… Sin pedirlo muy expresamente, consiguió que sus hijos veranearan en Cádiz, que era el lugar que más le gustaba del mundo. Y compartía con nosotros esos días felices de verano en los que, a partir de ahora, va a dejar un hueco descomunal.
Y ayer por la tarde mi mujer y sus hermanos decidieron que, ya que no íbamos a poder abrazarnos, teníamos que hacer un tanatorio online. Nos pusimos cada uno con su ordenador (yo tengo a tres en casa aislados) e hicimos una reunión familiar que no fue como cuando nos vemos de verdad, pero reconfortó. Fue curioso escuchar a los nietos contar cosas de la abuela. Cómo cada uno de ellos tenía guardado un recuerdo distinto. Especial. Algo que les contaba la abuela. Una canción. Algo que hacían con ella. Todos algo diferente y todos algo que les había hecho tener en la memoria a su abuela Maite para siempre. Y yo no creo que pueda haber cosas mejores en la vida. Que en todas las personas con las que te hayas cruzado hayas dejado una huella de afecto que permanezca siempre. Y así será con Maite.
A mi suegra le daba una mezcla de vergüenza y gustito que yo hablara de ella en este blog o cuando hacía presentaciones de entregas de premios de golf en los que ella hubiera participado. Siempre me regañaba después con una mezcla de “qué pesadito eres” y de “me parto contigo”. Sé que esta es la Cabra que ninguno de los dos queríamos que escribiera, pero yo necesitaba contar algunas cosas a ver si consigo que se me vaya soltando la pelota que tengo agarrada ahí en el pecho.
Porque al dolor de la pérdida de mi suegra se ha unido, mientras escribo, la tristísima noticia de la muerte de una de las hermanas mayores de mi padre. Mi tía Conchita. Y cuando estaba intentando despejarme la congoja de este otro golpe al mentón, me llega otro mensaje contando que esta madrugada ha fallecido también el padre de Curro que, además de primo político, es uno de mis mejores amigos.
Joder. Qué días tan duros. Aceptar lo que te toque. En eso estamos.