Suena fuerte. Pero esto es lo que piensan muchos cuando se escucha a las víctimas del terrorismo quejarse. Y no es que se quejen porque sí, que podrían, sino que levantan la voz cada vez que a alguien se le olvida el calvario por el que han pasado tantos y tantas y sus familias. Pero somos unos cachondos. A nosotros, ese dolor se nos va olvidando. Ni recordamos ya cuándo fue el último atentado. No tenemos claro en qué año fuimos a la última manifa. Y, desde luego, no somos capaces de poner fecha, ni caras, al último atentado, al último asesino ni, mucho menos, a la última víctima.
Pero eso es lo que hace, cada día, cualquier persona que sabe que, aquel día, justo a aquella hora, aquel asesino mató a su hermano, su madre, su hijo, su mujer, su padre o su marido. Poner caras. Recordar con esa punzada de dolor, de rabia y de angustia en la boca del estómago. Y quizás alguna de las víctimas tenga ganas de perdonar, pero ninguna tiene la más mínima intención de olvidar.
Por eso las víctimas siempre levantan la voz. Y, cuando lo hacen, parece que están fastidiando la fiesta. Que son el amigo cenizo que todos tenemos que te dice “pues igual va a llover” cuando estás montando una barbacoa para 50. Ha pasado cada vez que ETA, en los últimos tiempos, ha hecho un anuncio de esos que darían risa si no estuviera todo rodeado de tanto drama. Que dejan las armas. Que se disuelven. Que dejan de hacer política. Es que me descojono. Es un como si un jugador de tenis que va perdiendo 6-0, 5-0 y 30-0 de repente dice que se retira por lesión. Y, cuando aparece en la sala de prensa va y suelta que lamenta mucho haberse tenido que retirar justo cuando estaba remontando. Y, si alguien le comenta: “oiga, que le iban a meter dos roscos. Que estaba usted fulminado”, se te mosquea y te dice que por qué le das por muerto, que aún tenía oportunidades.
ETA no se ha disuelto. ETA ha sido aniquilada por el Estado de Derecho. Por la determinación de los partidos políticos, por la ayuda de Francia, porque muchos de los que eran tibios les volvieron la cara y porque las víctimas han estado siempre ahí, pendientes, para que no hubiera ni un solo paso atrás. A mí me tocó vivir como periodista muchos de los peores años de ETA. Informar con un nudo en la garganta de atentados que te ponían los pelos de punta. Acudir a Euskadi en aquella época en la que el silencio de la Mafia lo ocupaba todo. Cuando, si salías por la tele en una “cadena Fascista”, tenías que irte por piernas de determinados bares en determinadas zonas de Bilbao, como nos pasó una noche previa a unas elecciones autonómicas. O, cuando estuve un fin de semana con mi mujer y unos amigos y, literalmente, tuvimos que huir del Casco Viejo de San Sebastián, porque eran insoportables las miradas retadoras, los murmullos o, directamente, los insultos que proferían algunos valientes a mi paso.
Y que no nos vengan ahora con coñas. Ni disolución, ni tampoco es que ETA haya acabado porque así lo ha querido el pueblo vasco. Ese pueblo vasco fue muy cobarde, de manera mayoritaria, en los años de plomo. Muy cobarde. Unos callando. Muchos mirando para otro lado. Otros tolerando la violencia como algo normal porque “es que no entendéis el problema vasco”.
Y ETA empezó a acabarse el día en el que los padres de los “chicos de la gasolina” comenzaron a pagar cuando los cabrones de sus nenes quemaban un cajero o la sede de un partido político, o el coche de un militante de PSOE, PP o cualquier formación política no correcta.
ETA empezó a acabarse el día en el que los partidos constitucionalistas decidieron ir de la mano a las elecciones y subir al gobierno a un socialista, después de años de gobiernos nacionalistas condescendientes con los violentos.
ETA empezó a acabarse el día en el que Francia colaboró para descubrir los lugares en los que se escondían los terroristas y cuando ayudaron a desarticular el entramado financiero y de extorsión de aquellos mafiosos de mierda.
ETA empezó a acabarse cuando se cambió la Ley y se denominó terrorismo a muchas cosas que, hasta entonces, nadaban en un agua indeterminada. Y se dijo entonces que aquellas leyes iban a ser peores, porque iban a traer mártires de la lucha del pueblo vasco. Y no. El día en el que un Estado se pone firme. El día en el que pagas por lo que estás haciendo mal. El día en el que vas a prisión o te embargan tus bienes… ese día empiezas a no tener tanto apoyo popular.
Y así se terminó ETA. Así. Y ya pueden leer comunicados el hijoputa de Ternera y la hijaputa de la Iparraguirre. Ya pueden hacer eventos internacionales como el truño del teatrillo de hoy en Francia. Ya pueden contar todas las milongas que quieran. No os vais. Os hemos echado. No os disolvéis. Os hemos aniquilado. Y no tendréis el perdón de nadie hasta que no pidáis perdón de verdad y hasta que no ayudéis a que se resuelvan todos los crímenes que cometisteis. Y nadie os va a reclamar que devolváis el dinero, el tiempo y la alegría que robasteis a tantos y tantos. Pero por lo menos no penséis que somos imbéciles.
Somos, todos nosotros*, los que os hemos ganado. Y, por la memoria de las víctimas, aquí vamos a estar, firmes, hasta que decidamos que, de verdad, esto se ha acabado. Y, entonces, seremos nosotros los que lo anunciaremos.
* Perdón por este plural que, ni es mayestático, ni de modestia, sino de sentimiento.