No me acostumbro. Y mira que llevo más de 30 años trabajando y me ha pasado esto muchas veces. Pero no me acostumbro.
Hoy he firmado los finiquitos de los 19 trabajadores que hacían conmigo el programa “Seguridad Vital” en TVE1. Anoche tuvimos una de esas cenas de despedida en las que uno tiene que sobreponerse a la pena y a la rabia y pedir a todos que se vayan al hoyo con algo parecido a una sonrisa. Que piensen, como yo hago, que haber mantenido durante 133 semanas un programa en el aire es un milagro y que, lo que tenemos que hacer, es dar las gracias, cada uno a quien quiera, por haberlo conseguido.
Yo le doy las gracias al equipo por trabajar tanto y tan bien y a TVE por abrirnos la puerta en junio de 2015. Le doy también las gracias a Dios, aunque no sé si mejor dárselas a mi madre, que se hartó de ponerle velas a todos los Santos que conoce (y son unos cuantos) para que el programa de su hijo viera la luz. Y le doy las gracias a mi mujer, a mis hijos, a mis hermanos y a tantos amigos que me animaron en los años jodidos, en los que ni imaginaba que mi productora iba a volver a tener un programa en el aire. Uno de esos amigos fue Jesús Hermida. La tarde antes de comenzar a morirse, estuvimos merendando en su casa. Fue una especie de merienda de despedida. No tenía ningún sentido, pero él estuvo toda la tarde como despidiéndose de mí. Hablamos sobre el programa que íbamos a arrancar y me insistió, como siempre, en que tuviéramos elementos de distinción, que no me conformase con lo que saliera en el primer piloto y, como remate, me dejó una frase muy hermidiana. Muy obvia, pero llena de razón: “Haz lo que te dé la gana, Filfilito. Pero hazlo bien. Joder.” Y luego seguimos hablando del mar y de los peces hasta que me dijo adiós desde el umbral de la puerta de su casa en una despedida que, no sé por qué, ambos teníamos la sensación de que era la última.
Hermida me enseñó muchas cosas. Entre otras a ser siempre un bonito cadáver. A no dar pena. Y creo que, aunque él era muy de ciclos y pasaba por momentos muy bajos, me transmitió frecuentemente esa idea de sonreír ante la adversidad, de no provocar lástima y de entrar en la tumba con una sonrisa y, a ser posible, sin que parezca forzada.
Yo podría estar muy cabreado. El programa es casi cada domingo líder de audiencia, estamos siempre por encima del mínimo que nos marcaba la cadena en el contrato, somos baratos, tenemos prestigio en el sector y nos dan premios cada dos por tres. O sea; que no había motivos objetivos para quitarnos de en medio. Pero tenemos que irnos. Y prefiero quedarme con lo bueno. Claro que no estoy contento, pero, por mi experiencia, quejarse y amargarse solo sirve para dormir mal y, probablemente, para conseguir que los que te rodean te consideren un pesao. Por eso anoche le insistía mucho a los 19 estupendos de producción, realización y redacción en que pensemos que este programa nos ha hecho a todos mejores y que, si tenemos suerte, dentro de poco estaremos todos, juntos o por separado, haciendo otras cosas. Yo ya ando con 3 proyectos en la cabeza, estoy dando clases de inglés y, dentro de dos semanas empiezo un máster. O sea; que no es que estemos para bailar de alegría, pero estamos muy lejos de tener cara de funeral.
Decía antes que esta manera de afrontar los problemas la aprendí, en parte, gracias a Jesús Hermida. Pero mis primeros y más cercanos maestros fueron mis padres. A mi padre jamás se le cayó de la boca esa frase de “Dios proveerá”. Es cierto; a Dios, a veces, le cuesta un huevo proveer, pero ese optimismo yo lo tengo muy metido en el cuerpo. También ayudó mi madre. La vida le dio, desde luego, algunos motivos para estar triste, pero ha sido una mujer alegre y optimista siempre y nos ha transmitido a sus hijos y a todos los que la rodean un sentimiento de agradecimiento a la vida por habernos tratado bien.
Yo, por eso, quiero llegar a los 80 como ella. Hace unos meses, en El Corte Inglés, le regalaron un bono de 3 sesiones de láser y otras 3 de ingles. Las señoras saben seguro de qué va la cosa, pero mi madre, que tiene el despiste propio de la edad, entendió: “3 sesiones de inglés” y se fue a una señorita a decirle que las 3 sesiones de láser no le interesaban nada (no se veía ella peleando con Darth Vader), pero que las de inglés le apetecían tremendamente.
No sé cómo reaccionó la dependienta, pero sé que mi madre, unos días después, nos lo contó, como cuenta otras tantas cosas de su vida, ahogada de la risa con una mezcla de vergüenza y de “pues me da igual, hijo”, que es el talante que hay que tener ante estos sucedidos.
Y ese es el espíritu con el que me gustaría llegar a la jubilación porque me parece maravilloso que mi madre siga pensando en hacer mil cosas y en aprender. Todas las semanas acude a una residencia de ancianos a echar una mano, se reúne con varios grupos de amigas, va al cine, ayuda a sus hijos, cuida, lleva y trae a diversos nietos y, una tarde a la semana, hace timba de cartas y despluma a sus amigas jugando al “Maquiavelo” o al “Conti”. Si algún día se derrumba su casa (Dios no lo permita) las probabilidades de que el techo caiga sobre ella son ínfimas. Y, lo de aprender, no es broma; cada dos por tres me pregunta si hay alguien que le puede dar clases de informática, estudia inglés a salto de mata y sigue convencida de que, si se aplica, llegará a los 90 diciendo “tonic water” mucho mejor que su marido que, en 1973, pidió una tónica en un Teatro de Londres y le pusieron un Whisky Johnnie Walker.