Yo de pequeño odiaba las matemáticas. Me da cosa reconocerlo, porque tengo hijos todavía en edad escolar y uno, ante la progenie, tiende siempre a fantasear con su currículum académico. Las notas de los padres; ¡ese gran secreto que algunos mantenemos oculto de las miradas de nuestros hijos! Porque vaya, yo tampoco es que fuera un desastre, pero tenía más SF que SB, aunque alguna I se colaba, al hablar de matemáticas. Y encima es que era un poco chulito piscinas. Recuerdo una bronca con don Marcelo, mi profesor de mates de cuando tenía 13 años. Yo, que ya entonces tenía clarísima mi vocación, le decía, con la insolencia propia de los pre-adolescentes, que para qué quería las matemáticas un periodista. Y don Marcelo, en vez de darme una colleja, tirarme una tiza (tenía peor puntería que don Juan) o ponerme un cero, se entretenía en discutir conmigo. Don Marcelo me hablaba de estadísticas, de ordenación del cerebro, del pensamiento matemático y de algunos cálculos que, inevitablemente, iba a tener que hacer en la vida. Quizás por aquella insistencia de este profesor, hoy me entretengo de vez en cuando en hacer cuentas. Y en ocasiones esas cuentas me generan un mosqueo monumental.
Imagino que, cuando han leído el título de este artículo, todos han sabido de qué estaba hablando. Y sin necesidad de ser economistas. Hasta hace un par de años para mí “El Rescate” era un juego infantil o, en Málaga, el nombre de una cofradía y uno de los Cristos más populares de la Semana Santa de mi tierra. Ahora todo el mundo habla de ”El rescate” como si fuera un amigo de la familia de toda la vida. Y realmente no se sabe muy bien lo que es, porque el gobierno se hartó de decir que nadie estaba rescatando a nadie y se buscaron distintos eufemismos para decir lo obvio; que había que echarle un cable a los bancos y a las cajas y que la broma nos iba a costar a los españoles un huevo de la cara, porque ya no nos quedan ojos. Entre los avales del rescate de la UE, las ayudas a los bancos por quedarse con cajas y las diferentes inyecciones a esas cajas que se han tirado años despilfarrando dinero aconsejadas por los políticos de turno, el asuntillo nos ha salido por unos 80.000 milloncejos de euros de nada. Y hay algunos que dicen que es mucho más. Collons, que diría Artur el Libertador. Es que ya hablamos de los euros como si fueran pipas. Pero ¿se han parado a pensar en lo que son 80.000 millones de euros? Es que la cifra en pesetas, además de que no cabe en mi calculadora, marea; son 13.310.880.000.000 pesetas. O sea, trece billones, trescientos oncemil millones de pesetas. Y de ese dineral mareante, ¿Qué parte se fue directamente al retrete por una gestión lamentable y manirrota de amiguetes de nuestros políticos?
¿Cuántos patrocinios absurdos? ¿Cuántas operaciones financieras fallidas para favorecer a los amiguetes? ¿Cuántos avales a proyectos faraónicos y fuera de la realidad? ¿Cuántos créditos concedidos con criterios que no tienen nada que ver con el buen gobierno de una entidad bancaria? Son preguntas tontas a las que no me va a responder nadie, pero que yo me hago para quedarme a gusto. Lo peor de esto es que la mayoría de los directivos que hicieron aquellos desmanes están hoy tralarí tralarí mirando para otro lado como si tuvieran una tortícolis gravísima. Y no creo que a ninguno, o a casi ninguno, le vaya a caer encima el peso de la ley por malgastar nuestro dinero.
En fin, menos mal que, a pesar de estas cosas y de los novedosísimos mapas de Espanya de TV3, de vez en cuando la vida te regala momentos de risa. Ayer varios amigos compartieron con mi mujer y conmigo el típico texto de esos que corren por el Facebook. Está en inglés y se titula “My promise to my children”. Viene a decir aquello de que, quien bien te quiere, te hará llorar y que la función de un padre no es ser el amiguete enrollado de los hijos, sino el que marca los límites y que eso no siempre gusta. Se lo leímos anoche en la cena a nuestros hijos y terminaba así: “Si nunca me has dicho, murmurando entre dientes, “te odio” es que no he hecho bien mi trabajo como padre.” Después de unos segundos de ligero desconcierto de mis hijos, Paula, la mayor, soltó mientras rebuscaba con el tenedor entre la menestra, “Bueno; yo os lo he dicho mazo de veces”. Mi mujer y yo no supimos contener la risa, aunque, la verdad, yo a estas alturas no sé si la frase significa que hemos hecho bien nuestro trabajo o que la hemos cagado tremendamente. Visto lo maja que nos ha salido la niña, me inclino por lo primero.
EL RESCATE
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