No sé cuántos se han acordado de ella en estos días. Porque a mí no se me quita de la cabeza la pobre Nadia Nerea. Una niña enferma a la que la presunta avaricia de su padre condujo a un festival de locura colectiva del que ella difícilmente va a escapar.
De momento, que sepamos, una pequeña de 11 años que hace dos semanas iba de plató en plató recibiendo afecto, sonrisas, regalos y todo tipo de frases alentadoras, hoy está sin sus padres, en casa de una tía y viviendo un terremoto que espero que no le deje secuelas para toda la vida. Por muy protegido que esté, un niño de esa edad, hoy en día, se entera de todo lo que está pasando a su alrededor e imagino que Nadia estará asistiendo estupefacta a las ausencias de sus padres, a la mirada esquiva de sus vecinos y amigos y a los cuchicheos. Y estará escuchando las referencias gruesas a su padre y padeciendo el torrente de agua en contra que les lleva arrasando desde que, hace 13 días, a dos periodistas de El País, les dio por hacer lo que debían haber hecho todos los que se entregaron en cuerpo y alma a ayudar al padre de Nadia a sacar dinero para curar a su hija. La historia yo la leí, y no quiero ir de Pepito Grillo, pero hubo dos detalles que me resultaron chocantes y me condujeron, por ejemplo, a no compartir el reportaje de El Mundo en mis redes sociales, a pesar de que decenas de amigos me lo solicitaban.
Aquel reportaje titulaba de una manera muy llamativa con el hecho terrible de que un padre renunciase a curarse para poder luchar por la vida de su hija. Lo empecé a leer sobrecogido, hasta que esos dos detalles me quitaron el sobrecogimiento y lo cambiaron por sospecha; según la noticia, Fernando Blanco llevaba 3 años luchando contra un supuesto cáncer de páncreas y había decidido dejar la medicación a pesar de que le había aparecido una metástasis en el hígado. Por desgracia, la vida me ha acercado al cáncer de páncreas en los últimos meses a través de las enfermedades de 4 buenos amigos. Y no cuadraba el relato, ni la apariencia física de Fernando, con lo que yo he visto padecer a esos cuatro valientes, dos de los cuales descansan en paz. Por otro lado, uno de los médicos esenciales para curar a su hija era un doctor al que el padre de Nadia encontró en una cueva de Afganistán. Coño. No dudo de que pueda haber grandes médicos en Afganistán, pero me chocó que pudiera nadie hacer allí investigación de vanguardia y, mucho menos, en una cueva. En los días posteriores me harté de ver a la pobre niña recorriendo platós, redacciones y estudios de radio para obtener fondos que permitieran curar su mal. Y claro, nada peor le puedes hacer a un periodista que, o fastidiarle una exclusiva, o hacerle quedar como un soplapenes. Y eso le ocurrió a más de media profesión. Y el mismo entusiasmo y falta de rigor que se utilizó para ayudar a recaudar cientos de miles de euros, se está utilizando ahora para dejar demolida la imagen del hombre que les engañó.
En estos días en la prensa, en la radio y en la televisión Fernando Blanco ha pasado a ser el coco y, salvo de la muerte de Manolete, se le ha acusado de casi todo. He oído que tenía en su casa desde 25 hasta 75 relojes de lujo. Las cantidades de dinero en metálico que ocultaba en su domicilio oscilan según dónde leas la noticia y cada información que sale del juzgado se repite sin contrastar. Para qué. Yo ayer estuve almorzando con unos amigos y todos teníamos diferentes informaciones (ninguna contrastada) sobre el padre, la madre, la tía, la supuesta no paternidad de Blanco… Pero ninguno sabíamos nada de lo que está sufriendo esa niña. Y mientras escuchaba a mis amigos hablar sobre el tema, empecé a pensar en Nadia y, no sé por qué, por esas cosas del cerebro, que corre que se las pela, me puse a pensar en otra niña que vi ayer por la mañana en un vídeo terrible sobre la huida de los civiles de la ciudad siria de Alepo. Quizás lo vieran. Un padre iba empujando una especie de carreta encima de la que llevaba algunos enseres, unas maletas y algún mueble. Y, en medio de los bultos, iban tumbados un niño y una niña de no más de cuatro años, durmiendo su feliz sueño infantil en medio del espanto, del desamparo, de la dejadez del resto del mundo y de la maldad insuperable de todos los que participan en esa guerra infernal. Y lo malo es cómo se nos va olvidando cada día lo que pasa allí. Hace unos meses escribí una Cabra diciendo que iba a hacer algo para ayudar a los refugiados y lo único que hice fue dar dinero a una asociación que trabaja para ayudarles. Y aquello no me tranquilizó la conciencia, pero al menos me quitó Siria y a los refugiados del primer plano de la cabeza. Hasta que vuelves a ver el horror tan delante, tan presente y tan cercano. Y piensas que cualquiera de nosotros podíamos ser ese padre que velaba por el sueño de sus hijos empujando una carreta destartalada. Y por eso doy tantas gracias a Dios de tener la suerte de que el problema en nuestro desayuno de ayer por la mañana en casa fuera que se habían acabado los cereales que les gustan a dos de mis hijos. O de ser tan afortunados como para que anoche nos partiéramos de risa al sentarnos a cenar con el comentario de mi hijo Carlillos, que está de exámenes y con una mezcla de canguelo y hartura que le produce cierto mal humor. Al ver en qué consistía la cena se puso mohíno; de primero un puré de verduras y, de segundo, una de las verduras más sobrevaloradas del planeta; Brócoli. Mientras se sentaba, mirando con desprecio esas coles verdes apretás, elevó su queja: “Los mejores momentos de mi vida, cuando estoy de exámenes, son las comidas. No podéis hacerme esto”. Y yo, lo suscribo.
POBRE NIÑA
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