Qué jodido es dedicarse a lo mío. Vaya; que se me entienda, es más duro ser minero, limpiador de baños o proctólogo. Sin duda hay profesiones peores y mucho más difíciles, pero esto de ser empresario, presentador y productor de televisión y organizador de eventos con patrocinadores, es duro. Y no lo digo por tener que dedicarle muchas horas, por los niveles de incertidumbre o por el hecho de que, ni ser empresario ni ser periodista, estén entre las profesiones mejor valoradas por la sociedad. Bueno; lo de ser empresario ha mejorado algo en el ranking, en los últimos años, con la tontá esta de llamarnos “emprendedores”, que parece que somos empresarios, pero recién duchados y oliendo a Heno de Pravia, que me trae recuerdos de mi hogar. Yo no soy de mucho quejarme. Es más; creo que soy uno de los tíos más afortunados del planeta, pero cuando estás en un mundo como el mío, jamás puedes relajarte porque, hasta en los momentos más felices, cuando crees que ya has aprendido, que has dado con la clave, cuando tu empresa factura todos los meses, cuando generas empleo digno y ganas dinero, cuando tu programa funciona y tus proyectos navegan solos, cuando todo el mundo tiene una imagen fantástica de ti y de tu trabajo, llega el hostión. Siempre. O casi siempre.
Hace tres meses, en el espacio de un par de semanas, llegaron a mi mano dos cartas. Una estaba firmada por el Director General de Tráfico, Gregorio Serrano, un tipo estupendo al que le han dado hasta en el carné de identidad últimamente. Gregorio, que era un gran defensor del programa “Seguridad Vital” que hacíamos para TVE, me comunicaba que el Ministerio de Interior había decidido otorgarnos la medalla al Mérito en Seguridad Vial. La otra misiva llevaba la firma del presidente de la Real Federación Española de Golf, Gonzaga Escauriaza, otro gran tipo que dedica la mayor parte de las horas de sus días, de manera desinteresada, al deporte que le apasiona. En la carta de Gonzaga se me comunicaba que la RFEG había decidido concederle a mi empresa la Placa al Mérito en Golf por ser los creadores y promotores del Circuito Nacional Femenino, el Santander Tour, y por haber dedicado algunos días de nuestra existencia a hacer programas divulgativos de golf.
Cuando recibí esa segunda carta, que me alegró tanto como la primera, le dije a mi mujer: “demasiados reconocimientos”. Yo, que ya por entonces estaba con la mosca un poco detrás de la oreja (no por perspicacia, sino porque la mosca era del tamaño de un bull-terrier) le comenté a mi santa: “Ya verás que, en el año en que me dan la medalla al Mérito en Seguridad Vial y la placa al Mérito en Golf, se va a acabar el programa y se va a morir el circuito”. Boca de cabra. Una semana después, en TVE me daban la pésima noticia de que habían decidido prescindir de “Seguridad Vital” para sustituirnos por otro programa de educación vial y, hace diez días, el Santander nos comunicaba que, salvo milagro, íbamos a tener que dejar el circuito nacional femenino de golf.
Y aquí estamos; con una mano delante y otra detrás pedaleando mientras intentamos que no se nos vean las vergüenzas, como si llevara un taparrabos de esos que les ponen a los pobres concursantes de Supervivientes y otros programas similares. Que, por cierto, estoy yo ahora en esa época en la que te llaman de este tipo de formatos para ofrecerte que vayas a recuperar el espacio de fama perdido. Alguna vez he contado una conversación en la que una redactora de uno de estos programas me llamaba para decirme que fuera a que España me viera medio en bolas, que entonces, que estaba sin presentar y nadie sabía dónde estaba, me venía bien que se me viera. Y a mí, como diría mi amigo Félix, llámenme clásico, pero no me convencen. Miren que soy poco vergonzoso, pero tengo una visión pudorosa de la vida que hace que yo intente siempre tener los pies dentro de mi tiesto. Aunque mi tiesto a veces sea raro de cojones, pero en mi tiesto.
Recuerdo todavía la enorme vergüenza que pasamos Emilio Sánchez Vicario y yo, hace muchos años, en el programa “Furor”. Una chica encantadora, que había sido becaria mía, me llamó para pedirme que participara como concursante en un nuevo espacio de Antena 3. Entre que era un programa de estreno de mi cadena, que estaba producido por mi amigo Jorge Arqué y que a la chica le tenía cariño, acepté, a pesar de que a mí no me gusta ni cantar ni bailar en TV, pero la redactora me insistió en que era un programa de cultura general sobre música. La cabrona. Cuando llegué a maquillaje empecé a pensar si había hecho lo correcto. Entre los invitados estaban personajes tan dispares como el Doctor Cabeza, el gran Chiquito de la Calzada, el bailaor Antonio Canales, Consuelo Berlanga, Marlene Morreau o Finito de Córdoba. Y Emilio y yo.
Desde el primer instante supe que aquello tenía de cultura general lo que yo de ingeniero de teleco, pero intenté adaptarme y pasar un buen rato. Debo reconocer que me reí, aunque me defequé como veinte veces en los ancestros familiares de mi ex-becaria. Todo el programa era un desfase en el que un equipo de mujeres y otro de hombres competían por ver quién cantaba más horriblemente diferentes canciones. El disloque llegó al éxtasis en un momento en el que el equipo de las chicas se molestó porque, desde su punto de vista, se les había calificado mal en una de las pruebas. Para mostrar su enfado, en la siguiente canción, abandonaron sus sitios y vinieron a molestarnos a los chicos y hacer que cantásemos mal. Fue para verlo. Todas las concursantas (Irene Montero dixit) echándose encima de los concursantes. Una de ellas, Marlene Morreau, se subió a nuestra mesa y se agachó para ponerse a agarrar mi micrófono de manera muy inquietante. Lo mejor vino instantes después. La vedette se levantó mirándome retadora y, cuando estaba de pie, uno de mis compañeros de equipo (no diré cuál) introdujo su cabeza entre las piernas de la Morreau y miró hacia arriba para contemplar el paisaje. En aquel instante se oyó la voz del histórico Fernando Navarrete diciendo: “Gracias a todos. Ha quedado muy bien, pero vamos a hacer otra por seguridad. Y ahora, chicas, por favor, quedaos sentadas en vuestros sitios.” Afortunadamente aquello nunca se emitió aunque estoy seguro de que el Navarrete debe tenerlo guardado entre sus tesoros para explicar a las generaciones venideras qué es, exactamente, un desparrame televisivo en grado máximo.