LAS ENTRAÑABBBLES

Pues a mí me sigue gustando la Navidad. Y eso que mis hijos ya van teniendo una edad poco candorosa. La pequeña, Macarena, tiene 12 años y en casa ha desaparecido esa magia de la Epifanía que, a mi mujer y a mí, nos hacía esperar el día de Reyes casi con más ilusión que nuestros propios hijos. Porque en mi familia somos de los Reyes Magos. A nosotros esta invasión nórdica o estadounidense del Santa Claus o el Papá Nöel nos toca las narices y en casa se mantiene la muy hispánica tradición de escribir la carta, ir a la cabalgata, tomar el chocolate con roscón, poner el agua y las zanahorias para los camellos, el anís y los mantecados para SSMM y acostarse el día 5 esperando los regalos como cuando teníamos 6 años. Que no entiendo yo la manía de importar tradiciones, sobre todo cuando ves un 23 de diciembre en Málaga, es un poner, con un día soleado a la una de la tarde y 20 grados de temperatura a un tío vestido de rojo y blanco, forrado de fieltro y a punto de morir de un golpe de calor en la puerta de El Corte Inglés. Vaya, tampoco es que los Reyes Magos vistan camiseta, pero entre morir disfrazado de duende con obesidad mórbida o vestido de Rey Mago, yo, qué quieren que les diga, escogería el atuendo de monarca.
Es que lo de las tradiciones importadas me parece un colonialismo socio cultural inaceptable, especialmente porque tendemos a importar lo chorra. No me digan por ejemplo la mamarrachada esa del Halloween. Que todavía te proponen importar el día de Acción de Gracias y tiene un pase, pero aceptar pasivamente la invasión de Santas Clauses y disfraces terroríficos me empalaga sobremanera. Y no es un tema de nacionalismo rancio, ni de que yo piense que, “como lo españó, ná de ná”. He tenido la suerte de vivir en otro país y conocer otra cultura y eso te ayuda a valorar mucho tu casa, pero también te hace ver que fuera hay infinidad de comidas, bebidas, fiestas y tradiciones igual de estupendas que las tuyas. Para mí el problema es que, con esto de las tradiciones chorras estadounidenses, yo me siento invadido. Quizás lo llevaría mejor si fuera un intercambio y, de vez en cuando, lográramos exportar alguna de nuestras cosas. Yo qué se. Los mantecados y los roscos de vino. O el turrón, las peladillas y los mazapanes. O las empiñonadas. O el roscón de Reyes, que nos está ganando por la mano un bollo tan soso como el Pannetone y que me perdonen mis amigos italianos. Las panderetas, las zambombas y los matasuegras; el líquido frío-calor para el culo, los terrones de azúcar que hacían espuma y las bombas fétidas del día de Inocentes… Pero no. Cada vez más, nos invade el gordo vestido de rojo y unos adornos que puede que queden muy bien en el crudo invierno de Wisconsin, pero quizás tengan menos sentido en la Plaza Mayor de Minglanilla, en la provincia de Cuenca.
Pero, como me pasa con frecuencia, me estoy desviando de la cuestión. Yo no quería hablar sólo de la invasión de tradiciones tontorronas que no son nuestras. Quería hablar de la emoción de la Navidad y de esos sentimientos que, cuando nos vamos haciendo mayores, nos van pareciendo ñoños. Conozco cada vez a más gente que tiende a la melancolía, a la pereza o, directamente, al cabreo cuando se acercan estas fechas y ven las luces de colores y observan cómo se pone en marcha la máquina consumista a todo meter. Lo de la melancolía puedo entenderlo porque, en estos días, uno recuerda a los que ya no están, pero estuvieron y nos dejaron un hueco así de gordo en la mesa y en la memoria. Yo, por ejemplo, llevo varios días pensando en mi padre, que al pobre le dio por morirse en la noche de Reyes de hace 3 años. Para mí es inevitable la melancolía, pero se pueden vencer la pereza y el cabreo. No se me ocurre cómo animar a los que cruzan el gesto ante las Navidades, pero puedo contarles algunos trucos que yo he ido utilizando a lo largo de los años. Quizás, como las peladillas, no sean exportables, pero yo voy a intentarlo.
Tratar de bañarse de espíritu navideño desde mediados de diciembre. Nosotros arrancamos la Navidad poniendo el árbol, el Belén y los adornos en torno al 10 de diciembre. Por supuesto, esa tarea la hacemos toda la familia escuchando villancicos.
Tratar de escuchar todos los días música navideña. A ser posible que sea un buen disco, aunque en la selección uno, sin querer, a veces mete la pata. Yo compré hace años un CD que contenía un verso terrorífico que decía “ dale a la zambomba, dale al almirez, y dale al tendero un tiro en la sien”. El contenido musical no era malo, pero el letrista debía ser de las juventudes etarro-hitlerianas o algo así.
Apuntarse a alguna tradición familiar, de tu grupo de amigos, de tu barrio que te haga sentir la Navidad. Nosotros, por ejemplo, quedamos cada año todos los hermanos con mi madre y los nietos para hacer borrachuelos. Hoy nos toca; saldremos todos esta tarde oliendo a fritanga cosa mala, pero también oliendo a Navidad.
Mantener como sea la ilusión infantil. En mi casa, como decía al comienzo, mis hijos ya no creen en la magia de la Epifanía, pero cada noche del 5 de enero, seguimos haciendo las cosas convencidos de que, unas horas más tarde, los camellos van a entrar volando por la terraza del salón y van a dejarnos los sofás llenos de regalos.
Y, sobre todo, intentar ir a las cenas, comidas y meriendas familiares y de amigos imbuidos del espíritu del niño Jesús o, ya puestos, del Mahatma Gandhi. No sé qué extraño germen hace que en esas celebraciones algunos, en vez de al Mahatma, saquen al Increíble Hulk que todos llevamos dentro.
Pues eso, que Feliz Navidad y que espero que estas pequeñas ideas prenavideñas ayuden a alguno a superar la pereza que sé que a muchos les embarga el cuerpo ante la llegada de las entrañables.