LOS PELOTAS

¡Qué daño han hecho a la humanidad los pelotas! Y no sólo directamente, sino de manera indirecta también. Los “Brown-nose” (que se dice en inglés y suena mucho mejor que el hispánico lame-culos) resultan nocivos para las organizaciones aunque, desde mi punto de vista, son tóxicos, principalmente para sus jefes. Lo que pasa es que el patrón casi nunca se da cuenta del mal que le hace el cobista. El líder rodeado de pelotas vive en una felicidad constante; sus chistes hacen una gracia inusitada, cada una de sus opiniones es escuchada con embeleso y nunca a nadie le parece mal ninguna de las cosas que dice, aunque lo que diga el jefe sea una boutade de campeonato.
Viene esto a cuento de una de las cosas más chocantes que le he escuchado en los últimos días a un político. Imagino que quedarían igual de estupefactos que yo al oír a nuestro ministro de Interior decir, en una conferencia sobre terrorismo que, si Cataluña optara por la independencia, “sería pasto del terrorismo (yihadista) y del crimen organizado”. Olé sus criadillas, señor Ministro. Porque una frase como esta no se improvisa. Me juego lo que quieran a que Fernández Díaz en varias de las reuniones con su equipo ha debido soltar algo así tres o cuatro veces y estoy convencido de que no ha habido ni uno solo de sus asesores que le haya dicho: “pero, ¿qué collons estás diciendo, Jorge?”. Bueno, quizás no fuera muy correcto contestar así. Podría haberse espetado lo mismo más finamente y que alguno de los acólitos del ministro le hubiera dicho: “Hombre, ministro, decir eso es una especulación sin base alguna y no vamos a hacer más que darle munición a los independentistas.” Pero no. En esas reuniones imagino que los menos aduladores guardarían un silencio de esos que te revuelven la tripa y, los más entusiastas en el besahuevismo, le dirían: “qué razón tienes, Ministro; con la Independencia, Cataluña se convertiría en una República Islámica.” Lo que hay que oír.
Pero ese es, desde mi punto de vista, el problema principal de la política. ¿Por qué después de unos años en Moncloa todos los presidentes del gobierno se vuelven tarumbas? Pues porque están rodeados de gente que teme que, si toca las narices al jefe, pueda salir de un lugar tan chulo, de tanta influencia y en el que se gana tanta pasta. Anda que no quedas bien con las amistades cuando dices: “Es que estoy en el gabinete de Moncloa”. O cuando llamas a quien sea y se te pone, porque llamas desde Presidencia del gobierno, o desde el despacho del Ministro de no sé qué. O cuando sabes que, determinadas cosas, pedidas desde un determinado teléfono se consiguen mucho más fácilmente que si llamas desde tu casa. El que trabaja en estos entornos sabe que, si hace de Pepito Grillo en una reunión, puede finalizar el día saliendo del gabinete con los pies por delante y uno, pues se acaba acomodando. Y para qué le vas a decir al Presidente Rajoy que no puede dar una rueda de prensa a través de un plasma. Para qué le vas a decir al Presidente ZP que no puede soltar burradas como que ”el concepto de nación es discutido y discutible” o para qué le vas a decir al ministro Fernández Díaz que no puede ir por ahí soltando chorradas inaceptables.
Y así les va. No ha habido ni un solo presidente de la democracia que haya salido normal de Moncloa. No cuento a Suárez que, más que rodeado de pelotas, estaba acorralado por profesionales del lanzamiento de cuchillos. Comenzando en el 82, tendremos que convenir en que a Felipe se le fue la pinza en su segunda legislatura, a Aznar, no digamos, y a ZP, que venía ya dislocado de serie, los segundos cuatro años de Moncloa le hicieron perder aquella baraka milagrosa que le acompañó en sus primeros años al frente del PSOE. En sus últimos meses como presidente, Zapatero iba por el país con cara de boxeador sonado sin entender muy bien qué le estaba pasando. Rajoy ya en su primera legislatura ha mostrado signos de desvarío, pero, a pesar de sus plasmas y aquella frase maravillosa sobre los papeles de Bárcenas: ““no es cierto, salvo alguna cosa, que es lo que han publicado los medios de comunicación”, aún mantiene el tipo decentemente. Pero no tardará en desvariar, especialmente si, el año que viene, renueva su mayoría y se mantiene otros cuatro años más en Moncloa.
No estoy diciendo con esto que haya que ser agresivo con los jefes. Yo mantengo hoy relación de buena amistad con la mayoría de jefes que he tenido y eso que, en su día, con todos ellos tuve broncas de esas de acabar en la cola del paro. Pero sí creo que todos los jefes necesitan tener al lado al menos a una persona que les diga lo que nadie se atreve a decir. Recuerdo que mi padre siempre nos hablaba de esto y nos contaba que, en su banco, el único que le decía las cosas a la cara y sin cortarse era su chófer; Sebastián, un manchego adorable que le mantenía al corriente de lo que decía la tropa. Con Sebastián vivió mi padre una de esas situaciones de comedia del realismo italiano. Había muerto el director de una de las sucursales del banco y acudió mi padre al entierro. Cuando estaban bajando el féretro a la tumba, una de las cuerdas se rompió, el ataúd cayó violentamente y la tapa se partió. Ante el estupor de todos, el señor Morales quedó en el suelo, hasta que Sebastián bajó a la fosa, lo cogió como pudo y lo volvió a introducir en su caja. En el trayecto de vuelta, por la impresión, ni mi padre ni Sebastián dijeron nada hasta que entraron en el ascensor del banco. Cuando estaban llegando a su planta sentenció el chófer: “Don Javier, vaya muertazo que ha pegado el pobre Morales”. Y, aunque no tenía ninguna gracia, se tiraron riéndose semanas. No digo que haga falta una franqueza manchega tan obvia, pero seguramente si Sebastián hubiera estado en el equipo del Ministro de Interior, Fernández Díaz habría contado hasta diez antes de convertir a Cataluña en Al-Cataluñistán.