BOCA DE CABRA

No sé en la casa de ustedes. En la mía, tener boca de Cabra es tentar a la suerte con frases que no se deben decir. Por ejemplo; yo la semana pasada comiendo con un buen amigo le dije una de esas tonterías de las que uno se acuerda: “Yo nunca me pongo malo”. Y es verdad. Tengo una buena salud que ha hecho que, en los 27 años largos que llevo trabajando no haya tenido ni un solo día de baja por enfermedad. Eso no significa que no haya sufrido jamás un achaque, sino que nunca me he encontrado lo suficientemente mal como para sentirme excusado de ir al trabajo. Mis hijos lejos de verme como un héroe, me ven como un pringao, pero la cuestión es que no suelo enfermar. Lo que pasa es que, según esa ley de la boca de Cabra, uno no debe alardear de ello, porque la jactancia te puede reventar en la cara. El viernes a mediodía estaba como si me hubiera pasado el AVE por encima y padecí todo el fin de semana como un pajarillo caído del nido. No fue mi única boca cabrera de la semana pasada.
Hablaba yo en la última Cabra del Papa Francisco. Y decía que soy un fan suyo. Pero que me tomaba la libertad de ponerle a parir si desbarraba. Yo aventuraba que el Santo Padre iba a desbarrar poco y, vaya por Dios, nunca mejor dicho, al día siguiente el Papa ya me estaba dando motivos para discrepar de él. Imagino que recordarán lo que dijo Francisco sobre el bofetón que le daría al que le mentara a su madre. Yo entiendo perfectamente lo que quiso decir el Pontífice y evidentemente no creo que estuviera disculpando a los cabrones que entraron a tiros en Charlie Hebdo, pero cuando uno está en una posición tan delicada, en un trono tan señalado, cualquier cosa que diga o calle puede ser malinterpretada. Por eso hay que hablar sin dar lugar a interpretaciones y ahí, yo creo, el Papa, y ya lo siento, no estuvo fino. Del mismo modo que pienso que tampoco se lució cuando anteayer hizo referencia a las familias numerosísimas que tienen los hijos que Dios les dé. Yo asumo que Francisco no quiso faltar a nadie, pero una frase como la que dijo: “Para ser un buen católico no es necesario tener hijos como conejos”, puede resultar gruesa para bastantes padres y madres y algunos se sintieron heridos. Sobre todo porque muchas de estas familias, probablemente, han tenido esa cantidad de hijos empujadas por una doctrina católica que, durante años les ha animado a alumbrar los hijos que vengan, abominando de los anticonceptivos.
Sé que el Papa no quería hacer daño a nadie y que estaba hablando de la necesidad de practicar una paternidad responsable, especialmente en esas zonas del mundo en las que las familias tienen niños y más niños por culpa de una terrible falta de información y de medios para hacer una planificación familiar adecuada. Una planificación familiar, por cierto, que, en esos países, puede significar la diferencia entre la pobreza y la miseria.
Sé que el Papa hablaba de esto y sé, además, que este es un Pontífice que ha venido a mover las ramas del árbol, pero creo que en ocasiones se olvida de que las nueces que caen pueden hacer algún chichón y pisar algún callo. Ahora, si tengo que elegir entre este Papa y cualquier otro, prefiero a este aunque de vez en cuando desbarre.
Pero he empezado hablando de la boca de Cabra. Que no es ser gafe, ni tampoco exactamente ser un agorero. Es más bien una frase que hace referencia a lo que dicen personas puntuales en momentos puntuales. No sé; ese del Atleti que dijo en el minuto 93 de la final de la pasada Champions: “Ya verás que nos la clavan”, o ese familiar pesado que siempre vaticina “ese niño se va caer”, segundos antes de que el infante en cuestión se abra la cabeza contra el suelo, o aquel que dijo “qué bien está jugando España” instantes antes de que Holanda marcara su primer gol en aquel partido de mierda del último mundial. La boca de Cabra también habla, aunque sea de refilón de los que tenemos el don de la inoportunidad. No siempre metes la pata, pero, cuando la metes, lo haces hasta el corvejón. En eso, yo, tengo a quien salir. Mi padre, lamentablemente, tenía ese don. Siempre contaba que, cuando tenía 18 años, acudió en Córdoba a un baile en el que estaban las niñas más monas de la ciudad. Él, que no conocía a nadie, durante el cóctel se arrimó a un antiguo compañero del colegio, cordobés, que era el que le había invitado. Cuando llegó el momento de pasar al salón del baile, este amigo intentaba tirar de mi padre, que se hacía el remolón hasta que le apremió: “Venga Javier, que nos vamos a quedar los últimos”. Mi progenitor, discretamente, le confesó: “Espera, vamos a quitarnos de encima a esas dos feas que no paran de mirarnos”. El rictus de su amigo hizo adivinar a mi padre, inmediatamente, que había dado en el clavo; “son mis hermanas” contestó afligido. Y podrán imaginar con qué dos señoritas se tiró mi padre bailando toda aquella noche cordobesa que se le hizo, al pobre, más larga que un día sin pan.