MOMENTOS DETERMINANTES

Hay momentos de la vida de uno que son cruciales. Y uno los mira con perspectiva y es capaz de saber que, si las cosas se hubieran hecho de manera diferente, habría podido tener una vida peor.
Recuerdo algo que nos sucedió a mis hermanos y a mí cuando yo tenía once años. Era el mayor del trío que formaba con mis hermanos Pablo y José. Tampoco es que fuéramos un grupo terrorista, pero teníamos bastante tendencia a hacer travesuras que solían tener en un “Ay” a nuestros padres y a un grupo relativamente numeroso de vecinos, amigos y familiares.
Era el verano de 1975 y se celebraban las fiestas de El Palo, que es el barrio malagueño en el que nos criamos. Por la Virgen del Carmen se colocaban carricoches, casetas y puestos de feria y, en una explanada cerca de la playa, una placita de toros portátil. Mis hermanos y yo andábamos por la mañana trasteando por el ferial cuando, por una rendija de las paredes metálicas de la placita, vimos que el bar interior estaba lleno de coca-colas y mirindas. Aunque no teníamos ni sed, ni necesidad alguna de beber, empezamos, cuales jabalíes, a excavar por debajo del lugar en el que apoyaba una de las paredes de la plaza e hicimos un agujero lo suficientemente profundo como para entrar. Nos metimos y anduvimos por la plaza, entramos al ruedo, toreamos de salón y, antes de irnos a casa, ya con algo de sed, decidimos pasar por el bar y llevarnos seis o siete botellas de refrescos.
Al llegar a casa podrán imaginar cómo íbamos de polvo después de habernos arrastrado por el suelo para entrar a la plaza y, cuando nos vio mi padre, nos echó una bronca tremenda mientras nos preguntaba cómo nos habíamos puesto así. Empezamos a contestar con las típicas inconcreciones del niño con mala conciencia; nuestro padre nos caló enseguida y tardó exactamente 3 minutos en hacernos confesar. Menudo pollo. Tuvimos que devolver las coca-colas que habíamos escondido en la nevera, nos quitó la paga por un mes para pagar los tres refrescos que nos habíamos tomado y, sin decirnos nada, habló con una amiga de la familia que trabajaba en centros correccionales para infantes que hacían algo más que travesuras.
Cuando llegamos a la playa, esta amiga de mis padres se nos acercó y empezó a interrogarnos. Nos dijo que lo que habíamos hecho se pagaba caro, que podíamos acabar en un Reformatorio y que ella iba a intentar convencer al juez para que nos dejara en libertad por ser la primera vez que delinquíamos. Podrán hacerse una idea del día que pasamos. Yo, que era el mayor, me hacía el valiente y les decía a mis hermanos que no se agobiasen, pero tenía más miedo del que había padecido en toda mi vida. Por supuesto todo aquello era mentira, el dueño del bar había agradecido mucho a mi padre la devolución del dinero y de los refrescos y esta amiga de la familia simplemente hizo su papel de poli malo. Pero fue de una eficacia milagrosa. Yo nunca he vuelto a hablar de esto con mis hermanos, pero creo que, en el hecho de que hoy seamos honrados ciudadanos influyó de manera determinante aquella mañana de verano en la que la Virgen del Carmen y esta amiga de mis padres (que también se llamaba Carmen) nos apartaron del mal camino.
Cuento esto porque no sé si a ustedes o a sus hijos les habrá pasado, pero a mi hija la mayor el otro día le impusieron una multa de ¡¡¡360 euros!!! porque la sorprendieron bebiendo una copa junto al coche de una amiga. No estaban de botellón; sencillamente, habían salido de un sitio y se iban a otro y, por beber en la calle, le impusieron semejante sanción. Dejando a un lado que me parece una desmesura, estoy seguro de que la multa, que mi hija nos va a pagar en incómodos plazos, va a hacer que nuestra primogénita no se vuelva a acercar una copa a la boca al aire libre ni en una boda que se celebre en la terraza de un restaurante. Y, si lo hace, yo, como padre, le diría a la Policía como el de la canción: “Que la deteeengaann…”
No digo que no haya que sancionar estos comportamientos, pero deberían las autoridades ser un poquito más congruentes porque luego ves otras multas y te da la risa. Imagino que habrán leído sobre la multa que se le ha impuesto a un club de fútbol del pueblo gaditano de Jimena. Al parecer, los aficionados de la Unión Deportiva Tesorillo volcaron su ira contra una juez de línea profiriendo insultos tan delicados como “¡¡¡putaaa!!!” y diciéndole lindezas cargadas de inteligencia del estilo de “¡¡¡Ojalá Franco levantara la cabezaaaa y os mandara a vuestro sitioooo, que es la cociiiinaaaa!!!” Pues les han caído 50 eurillos, con lo cual supongo que, la próxima vez que vaya allí una liniera (si hay miembras, hay linieras), de zorra para arriba, le van a decir de todo, porque a los aficionados de este club no se les ha provocado escocimiento con el rigor de la sanción.
Claro que estos momentos críticos no solo pertenecen a la vida de uno, sino en ocasiones a la vida de todos. Yo creo que nuestra sociedad está en uno de esos cruces que te encuentras en el camino en los que nadie te dice hacia dónde lleva cada vereda. Ni los peligros que te vas a encontrar en el trayecto. Pero hay que tomar decisiones. Y hablo de la enorme cantidad de comicios que tenemos por delante en los próximos meses. Y más en concreto, de los que se deben celebrar en noviembre; las generales. Aunque decía San Ignacio de Loyola que en tiempos de tribulación no se debe hacer mudanza, yo creo que la tribulación en la que ha vivido en los últimos años la sociedad española, exige una mudanza. Ahora nos toca a los españoles decidir quién queremos que nos lleve los muebles. Yo, desde luego, tengo muy claro quiénes no quiero que me lleven los muebles a partir de noviembre y uno de ellos luce coleta.
Quiero dedicarle esta Cabra a Carmen Barrionuevo, una mujer encantadora que nos apartó a mis hermanos y a mí del mal camino.