La primera vez que me llamaron fascista fue en una asamblea en la Facultad de Periodismo de la Complutense. Se debatía sobre una huelga de estudiantes. Se levantó uno que era un anticipo de Pablo Iglesias para pedir poco menos que la hoguera para todos los esquiroles que intentaran sabotear la huelga. A mí, que siempre he sido un romántico, se me ocurrió incorporarme a reclamar que respetásemos el derecho de los que no querían hacer la huelga. En qué momento. El muchacho que iba, como yo, disfrazado de Trotsky, levantó a las masas contra mí diciendo que yo habría estado mucho más feliz en Chile, con Pinochet y me acusó con su dedo índice: “¡¡¡Fascista!!!”. Con lo rojo que yo era.
Es una cosa curiosa que merecería un análisis más profundo que el de una Cabra de dos folios. Pero me ha resultado siempre chocante cómo utilizamos en la vida diaria la palabra fascista como un insulto al que no opina como nosotros, aunque ni sus ideas políticas, ni sus modos, tengan que ver un pimiento con esa ideología política que llevaron a su culmen, primero, Benito Mussolini, luego el nazionalsocialismo de Adolf Hitler y, posteriormente en España, el nacionalcatolicismo de Francisco Franco.
Probablemente muchos sepan que, en la última semana, miles de catalanes han calificado como fascista a Joan Manuel Serrat porque se le ocurrió decir que el referéndum no era transparente. Pobrecillo. Le ha caído la de Dios y, quizás lo peor para él, es que, sin quererlo, se ha convertido en un símbolo para los del otro lado y gentes que, probablemente a Serrat no le gustan un pelo, ponen hoy su “Paraules d’amor” como se ponía durante la dictadura «L’Estaca» de Lluis Llach.
Otro momento reciente fue cuando el penoso espectáculo del Parlament aprobando deprisa y corriendo la Ley de Transitoriedad. Me sorprendió ver a muchos calificando a los de Junts Pel Sí y de la CUP como fascistas. No dudo de que, entre los de Junts Pel Sí haya algún ex-CiU que levantara el brazo de pequeño al son del “Cara al Sol”, pero entre los de la CUP si abunda algo son los comunistas y los antisistema. Pero, claro, a nadie se le habría ocurrido gritar como un insulto: “¡¡Comunistas, que sois unos comunistas!! Y eso yo creo que es porque una de las cosas que tuvo la dictadura de Franco es que, a los ojos de los españoles, hizo mejor al comunismo que al fascismo. En aquellos años oscuros, los comunistas fueron los únicos que, desde la clandestinidad, trabajaron de verdad contra el Dictador. Para afiliarse al PCE clandestino, no era necesario comulgar con el marxismo, sino, sencillamente, querer que en España hubiera democracia. Y allí estaban afiliados comunistas puros de hoz y martillo, con socialistas, liberales y hasta con demócratas-cristianos. Este hecho y el regreso de Carrillo mostrando que los comunistas no tenían rabo, ni cuernos, ni la piel roja llevaron a que, en España, no suceda como en otros países en los que el comunismo está igual de mal visto que el fascismo. De hecho, uno de los momentos cumbre de nuestra transición, quizás la puerta que abrió definitivamente España a la democracia fue, precisamente, la legalización del PCE.
La cuestión es que, en España, el comunismo tiene una imagen mil veces mejor que el fascismo, aunque debamos reconocer que, en el número de sátrapas a los que han soportado, ambas confesiones políticas están empatadas. Es obvio, también, que fascismo y comunismo están a la par en su odio cerval al disidente y a todos los que no siguen a pies juntillas la ideología oficial. Y ambos movimientos políticos tienen un número análogo de muertos en el zurrón. No pretendo con esto que recuperemos el insulto tan de la época de Franco de: “¡Comunista!”, pero sí que intentemos entre todos llamar a las cosas por su nombre y no confundir, como decía una amiga mía “churras con meninas”. Claro que el campeonato mundial de confundir cosas no se lo habría llevado esta amiga que no sabía de ovejas, sino una señora, de Barcelona precisamente, que vino hace unos años a Madrid pasar unos días en casa de unos amigos míos sin su marido ni sus niños. Caminando por el centro con mis amigos, la pobre se comió un bolardo de esos de un metro y pico de alto que ponen para impedir que los coche aparquen. El bolardo se le incrustó en salvo sea el sitio y esta mujer estuvo unos segundos retorciéndose de dolor agarrándose la zona pélvica. Cuando pudo articular palabra no fue para reclamar asistencia sanitaria, o para cagarse en el alcalde de Madrid, o para lamentar su despiste. No. Entre suspiros de dolor, con singular angustia, sólo pudo balbucir: “¿Y cómo le explico yo a mi marido este hematoma?”