¿USTED ME VE?

Nos lo contó Rosa Mª Mateo a mediados de los 80, treinta y tantos años antes de convertirse en presidenta de RTVE. Vino al CEU a darnos una charla a los estudiantes de periodismo y nos habló del trabajo en TVE durante el franquismo, de los primeros años de democracia, de los días tensos de ruido de sables en los cuarteles antes del 23-F y de cómo se vivía delante y detrás de las cámaras en este trabajo apasionante de la televisión. Nos gustó mucho aquella conferencia, pero yo, que soy un tío morbosillo desde la infancia, principalmente recuerdo una anécdota que nos contó Rosa sobre una conversación inquietante con un fan. Un día, no recuerdo si en un evento o en plena calle, se le acercó un señor que tenía una pinta algo rara. El hombre, rendido ante esos ojos claros y penetrantes de la Mateo le preguntó con cierta angustia: “Oiga, cuando sale por la tele, ¿usted me ve?” La carcajada que soltamos todos al oír el sucedido, me impidió escuchar lo que respondió Rosa, pero todos nos quedamos preguntándonos qué hacía ese señor mientras veía en la tele a su presentadora favorita.

Pero claro; este caballero no debe ser el único que hace cosas raras frente a una pantalla. Fíjense en el email que recibí hace unos días de un cariñosísimo hacker que me advertía de que había entrado en mi ordenador y que tenía acceso a todas las páginas turbias en las que yo me metía. No solo eso; además, había grabado la cámara de mi portátil captando cosas muy vergonzantes que yo, supuestamente, habría hecho mientras contemplaba marranadas online. La amenaza era clara; o le pagaba una cantidad económica o le iba a pasar las fotos de mi vergüenza a todos mis contactos y, además, iba a tomar el control de mi ordenador e iba a borrar todo mi disco duro.

Cuando recibo estas mierdas, como esos emails que te ofrecen millonadas por quedarte en tu cuenta corriente un dinero nigeriano durante un tiempo, siempre me asalta una duda: si lo mandan es porque, indefectiblemente, hay un porcentaje de gente que pica. Y, si alguien pica con lo de las capturas de la cámara de su ordenador, es porque, efectivamente, ha estado viendo cochinadas mientras le daba al manubrio. Claro, que uno también puede ser víctima de lo que otros hacen cuando utilizan su ordenador. Hace unos meses compartí con mis amigos en redes sociales un correo que me había llegado en el que me ofrecían Tena Lady para no mojar mis braguitas. En aquel momento pensé en que el equipo de marketing de la marca estaba en una situación manifiestamente mejorable, hasta que un amigo me dijo; “hombre, igual el algoritmo ha cruzado tu edad, con tu interés por el golf femenino y con que tu mujer haya buscado desde tu ordenador algo de ropa de mujer en tiendas online y ahí lo tienes…” Y me convenció. Y me cago en el algoritmo. Porque, claramente, una de mis hijas, o mi mujer, han debido estar buscando lencería desde mi ordenador. En los últimos tiempos, cada vez que entro en redes sociales o en un periódico, me aparecen constantemente ofertas de bragas con encajes monísimos y sostenes con unas transparencias muy sugerentes. Lo malo no es que me moleste. Lo malo es ir en el tren o en un avión viendo cosas y que el pasajero de al lado se pregunte: “¿Dónde se meterá este tío para que las publicidades, en vez de ofrecerle vino y viajes, le propongan que cambie de bragas?” O peor, dejarle un momento el ordenador a un amigo y que compruebe qué cosas se te ofrecen y, lógicamente, la pregunta viene sola: “Pero, tío, ¿tú dónde te metes?” Y lo mejor que puedes hacer es decir que sí, que te encantan los encajes finos porque, salvo que tengas alguien que te defienda, en momentos como esos tienes la credibilidad bajo mínimos.

Eso nos pasó en las Navidades de 1983. Habíamos ido 5 amigos y yo a cantar villancicos a cuatro voces al Metro de Plaza de Castilla. Aunque suene increíble, en hora y pico cantando, habíamos sacado 14.000 pesetas (84 euros) en monedas. Al terminar, brincando de alegría, cogimos el autobús para volver a casa y nos encontramos con unos amigos que nos preguntaron que por qué íbamos tan felices. Les contamos que habíamos estado cantando y que nos habíamos forrado y ellos comenzaron a reírse de nosotros diciendo: “¡¡Sí hombre, venga ya, quedaos con otros!!” y cosas de esas de mucha incredulidad. Hasta que se volvió una señora y les dijo a estos amigos: “Pues sí, créetelo, hijo, que yo les he oído y sonaban tan bien que les he dado veinte duros”.